Las corrientes de pensamiento que cuestionan la idea del crecimiento ganan terreno y afianzan los valores no materiales para reinterpretar el bienestar.
Muchos españoles escuchan el pronóstico de un aumento del PIB como quien pone el termómetro para saber la temperatura de su felicidad. Pero diversas corrientes del pensamiento cuestionan que el tan traído y llevado crecimiento vaya a traer el bienestar prometido. Las voces que así lo defienden han sido reunidas en el libro El decrecimiento, un vocabulario para una nueva era, editado por investigadores del Institut de Ciència i Tecnologia Ambientals (ICTA-UAB). Medio centenar de textos hilvanan las ideas de quienes confían más en una disminución regular y controlada de la producción para asentar un nuevo paradigma de la prosperidad.
Los investigadores (economistas, sociólogos...) cuestionan el mantra de que el hombre sólo se mueve por el egoísmo y su interés, y que para canalizar la felicidad no hay alternativas a los cimientos éticos actuales. "Ha habido culturas antiguas basadas en las ideas de regalo, el donativo y intercambio", dice Federico Demaria, uno de los coordinadores.
La conclusión es que las limitaciones que impone un mundo con recursos naturales finitos deben ser asumidas aplicando criterios de equidad y de reducción de la huella ecológica.
El diagnóstico es que se vive un estancamiento sistémico. "Nos habíamos endeudado para crecer y ahora hay que crecer para pagar la deuda. Hay que salir de esta lógica perversa", dice David Llistar, experto en ecología política. "Todo el país se verá obligado a trabajar mucho más para pagar esa deuda, y en el intento de acelerar la economía se eliminarán estándares ambientales", alerta Llistar para pedir que se reexamine esta deuda.
Demaria dice que el crecimiento "es insostenible, indeseable y quizás imposible", por lo que la solución es repartir la riqueza y centrar las políticas públicas de bienestar, justicia social y sostenibilidad ecológica. El libro -que será traducido del inglés al castellano en abril por Icària- alienta un cambio de valores que puede resumirse en este decálogo.
Indicadores de progreso
Medir la riqueza de un país mediante la contabilidad del Producto Interior Bruto presenta muchas carencias. El PIB no distingue entre buenas y malas prácticas o actividades. Si se compra una bicicleta, contribuye al PIB; y si hay un vertido de petróleo que los contribuyentes tienen que pagar para limpiarlo, también contribuye al PIB. La guerra, el crimen o la destrucción del medio ambiente engordan también el principal indicador de progreso. Ni provee información sobre la distribución de los ingresos. Tampoco tiene en cuenta los beneficios de la actividad benéfica, el trabajo doméstico o las prestaciones sociales que efectúan los voluntarios, porque no hay intercambio de dinero por medio. El senador Robert F. Kennedy fue particularmente crítico con esta contabilidad, y alertó en 1968 de que el PIB “no mide ni nuestra virtud, ni nuestro coraje, ni nuestra inteligencia ni nuestro aprendizaje, ni nuestra misericordia ni nuestra devoción a nuestro país. Mide todo al detalle, excepto lo que da verdadero sentido a nuestra vida”.
Corrientes ecologistas
Tres corrientes ecologistas se entrecruzan en el camino del decrecimiento. Los partidarios del culto a la conservación prístina de la Naturaleza valoran la protección de las especies, los servicios ambientales y la importancia de la biodiversidad sobre la que se asienta la vida. Otros ven el santo grial en el manoseado concepto de sostenibilidad que busca un desarrollo sin dañar el medio ambiente, pero avala la optimización del capital natural (con tasas, cuotas, permisos para emitir gases) y ha llevado al altar la cultura de la suficiencia (producir más con menos recursos o energía). Pero los decrecentistas lo cuestionan. Dicen que no hay crecimiento sostenible. Que eso es un oxímoron. El tercer mantra sería la justicia ambiental, que recuerda el conflicto entre quienes obtienen ganancias y los que sufren sus daños ecológicos, los pobres de los países en desarrollo: indígenas contaminados por la extracción de crudo, residentes junto a fábricas químicas o la población vulnerable al cambio climático. Lo dice el economista Joan Martínez Alier.
Límites al crecimiento
Admitir los límites del crecimiento (no puede haber crecimiento infinito en un mundo con recursos finitos) es más que un corsé ecológico. Es un imperativo moral. “Lo que sostiene el deseo de crecimiento en naciones ricas es el sueño de un acceso a bienes exclusivos que marcan estatus”, dice Giorgos Kallis. Desde este universo de valores, todo el mundo querría tener en teoría un Ferrari; pero en el caso de que fuera posible sortear la limitación de reservas de petróleo o del cambio climático, si todo el mundo tuviera un Ferrari socialmente tendría el valor de un coche de masas, y ya no haría feliz a nadie, dice Kallis señalando el camino equivocado. El hombre siempre ha buscado acceder a los bienes exclusivos (una casa junto al mar, una joya cara...), pero sólo ahora el capitalismo ha liberado plenamente esta pulsión, que antes estaba confinada por las ataduras de costumbres o la religión. “La insatisfacción puede tener raíces psicológicas, pero ha sido el capitalismo el que la ha colocado en base psicológica de una civilización”, dice Kallis.
Cuidados
Giacomo d’Alisa comparte el cuidado de los hijos en horario extraescolar con otros padres, de manera que a él le toca un turno cada mes. Este es un ejemplo de la ingente cantidad de horas y dedicación que la sociedad destina a las tareas de sustento, reproducción o relaciones sociales que no encajan con la idea de productividad. Sólo se valora lo que tiene una remuneración. El ecofeminismo calcula el tiempo que la mujer dedica a que el marido esté en perfecto estado de revista para ser productivo cada día (tareas de hogar, planchado...), cuestiona así un patrón laboral que hace invisible costos de producción que son transferidos a la mujer o a la naturaleza. Amor, amistad o compromiso requiere reciprocidad, y eso los hace frágiles, y escapan a la lógica del mercado. “Una sociedad centrada en los cuidados allana el camino al decrecimiento. Ayuda a la equidad entre géneros al repartir el trabajo, valora el cuidado en el bienestar personal y de la familia; permite repartir el trabajo”, dice Giacomo d’Alisa un día que no le toca turno con niños.
Prosperidad sin crecimiento
Hay que dejar de vincular el desarrollo con el derroche de materiales: dar un respiro al planeta, optar por servicios que dejen poca huella ecológica. Es la receta para poner a dieta la economía y tener un planeta en forma: consumo light de materiales, empleos bajos en CO2 y servicios sociales y de salud. Tim Jackson (Prosperidad sin crecimiento) desentraña las ineficiencias de un sistema económico cuya búsqueda de competencia genera paro a granel y en donde la eficiencia energética (lograr más riqueza con menos energía) se dilapida en un planeta más poblado, pautado con modelos opulentos y oscurecido con vuelos baratos a todas partes. El motor de la reactivación no tiene que ser el consumo ni el endeudamiento. El gen del florecimiento humano está en las actividades locales (los servicios sociales sanitarios, educativos, personales): “Proyectos energéticos comunitarios, mercados de agricultores locales, cooperativas slow food, clubs deportivos, bibliotecas, centros comunitarios de salud y fitness, servicios locales de reparación y mantenimiento, talleres artesanales, música y teatro, habilidades diversas, y, quizá, yoga, peluquería u horticultura”. Es la economía Cenicienta (o Nueva Economía), hasta ahora relegada, pero con la que “la gente alcanza mayor bienestar y plenitud”.
Aparatos para convivir
Federico Demaria pasa las fiestas navideñas con su familia en un pueblo cerca de Turín. Se han reunido para preparar la pasta rellena de verduras (ravioli) con una pequeña máquina que hace las delicias de tres generaciones. Todos cuentan sencillas experiencias en torno a este artilugio convivencial compartido con los vecinos. “Las máquinas sencillas permiten una relación a escala humana y fomentan las relaciones. Si se rompen o se estropean, se pueden arreglar. Nos ayudan a ser autónomos. La escala pequeña las hace más democráticas”, dice Demaria. En cambio, la producción industrial ha arrebatado al ciudadano la libertad de producir sus bienes o de compartirlos al margen del mercado. Y ha creado máquinas que se anteponen a sus necesidades, programadas para quedar obsoletos en tiempo récord. La bici, la lavadora, el móvil o la radio son máquinas convivenciales, pero no las autopistas, los aviones o las nucleares. Megaproyectos como el almacén de gas Castor, tecnificados y vinculados a monopolios, se escapan al control ciudadano.
Felicidad
El crecimiento económico “no sólo es insostenible, sino que no trae más felicidad”, dice Demaria. Cubiertas las necesidades básicas, los asuntos no monetarios (salud, relaciones, familia...) tienen más peso en la felicidad que los valores pecuniarios. Por eso, un declive del consumo no tiene necesariamente que tener efectos negativos en el bienestar, dice la investigadora Filka Sekulova (Icta, UAB). Reducir la jornada laboral y el trabajo compartido genera una vida más satisfactoria (tiempo para actividades asociativas, recreativas....). Pasar muchas horas en un vehículo motorizado causa un efecto añadido de infelicidad mientras que la degradación ambiental y las desigualdaes alteran el bienestar. Viajar en transporte público o trabajar cerca de casa reduce la insatisfacción. Prohibir la publicidad en los espacios públicos tiene sus defensores, y se ha hecho en São Paulo o Grenoble. Las personas con mayores niveles de materialismo y que ponen más énfasis en su seguridad financiera están menos satisfechas con su vida.
Descolonizar el imaginario
“Pensar que el único objetivo de la vida es producir y consumir más es un absurdo; una humillante idea que debe ser abandonada”, dice Cornélius Castoriadis. Por eso, el pensador francés Serge Latouche aboga por descolonizar el imaginario colectivo, que ha puesto la expansión de la producción y el consumo en el centro de la vida humana. El anhelo de ambos es una sociedad en la que los valores económicos no sean el pivote central (o único), sino que un simple medio para la vida humana, y no un fin último al que todo se sacrifica en un alocada carrera hacia un consumo mayor. “Todos queremos tener un poco más el año próximo. Pero nadie se cree que la felicidad resida en que el consumo crezca el 3% anual”, añade Castoriadis.
Los decrecentistas denuncian también la agresión de cierta publicidad como vía de esa ideología que Castoriadis llama “consumerismo y onanismo televisivo”. Latouche usa el concepto descolonizar sabedor de que para el hombre occidental sugiere una invasión mental. En la que todos somos víctimas y agentes.
Simplicidad
Vivir bajo criterios de simplicidad no sólo es minimizar la generación de residuos y el agotamiento de recursos. También alude a una buena vida: aquella que procura unos estándares de vida suficientes a cambio de destinar más tiempo a satisfacer las necesidades no materiales: la familia, proyectos artísticos o intelectuales, autoproducción, compromisos sociales, participación política, relajación, exploración espiritual, búsqueda de placeres y otras actividades que se relacionan poco o nada con el dinero. Se puede ser libre, feliz y tener vidas diversas sin consumir más que una parte equitativa de la naturaleza, dice Samuel Alexander. “Endeudarse por cosas superfluas es una locura. Cuando te endeudas le das a otro el poder sobre tu libertad. Preserva tu libertad y mantén tu independencia. Sé frugal”, aconsejó el político e inventor Benjamin Franklin. Modernos movimientos (ciudades en transición, ecocomunidades, permacultura...) también defienden un modo de vida menos consumista y con un uso menos intensivo en energía.
Compartir, renta mínima
Compartir es el verbo clave. Compartir trabajo es una respuesta a la mayor productividad de la tecnología digital y, además, permite que haya más población empleada. Reducir la jornada laboral es otra idea puesta sobre la mesa. Jornadas laborales demasiado prolongadas están asociadas a un mayor crecimiento de la producción y consumo, lo que significa más agotamiento de recursos, más contaminación y más huella ecológica. En cambio, más tiempo libre favorece modos de vida con menos impacto ambiental, según la socióloga norteamericana Juliet B. Schor. Los partidarios del decrecimiento defienden una renta básica mínima para garantizar que todo el mundo tenga lo suficiente para vivir dignamente o para cuando los ingresos están por debajo del nivel de subsistencia. En el otro extremo, se aboga por fijar un techo máximo legal para los ingresos. Compartir la vivienda con cooperativas de usufructo es también la solución defendida, para superar la dicotomía vivienda pública/privada, y sus carencias.
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