ESPAÑA ME MATA : El síndrome de la "confusión"



La sentencia reconoce que los síntomas de la enfermedad de Crohn "pueden ser sutiles al principio" y el diagnóstico correcto puede retrasarse hasta uno o dos años, pero en este caso el paciente tenía ya en marzo de 2002 fiebre, dolor abdominal, vómitos y diarreas y pese a ello su anemia solo era tratada con hierro.

Un juzgado de Sevilla ha condenado al Servicio Andaluz de Salud (SAS) a indemnizar con 262.797 euros a un adolescente que durante cinco años fue tratado de anorexia nerviosa, con tratamiento psiquiátrico, sin detectar que padecía una enfermedad de Crohn, una dolencia intestinal.


La sentencia del juzgado de lo contencioso 9 de Sevilla explica que el chico, cuando tenía 11 años, presentaba en 2001 síntomas que hacían sospechar una enfermedad de Crohn, pero el SAS le diagnosticó "anorexia nerviosa y trastorno de la personalidad".


El hospital Virgen Macarena de Sevilla le aplicó tratamiento psiquiátrico y fármacos antidepresivos hasta que, cinco años después, la familia del niño lo llevó a un psicólogo, que les aconsejó consultar a un especialista del aparato digestivo.

La sentencia recoge que la media europea para diagnosticar la enfermedad de Crohn es de cinco meses, pero el SAS tardó cinco años, durante los cuales el chico fue sometido a un "peregrinaje inútil por distintos departamentos médicos", donde le prescribían un tratamiento "sin ningún efecto sobre sus dolencias".


Ese retraso "es evidente que supuso una pérdida de oportunidad en el tratamiento y un grave peligro" para el adolescente, que tuvo que soportar "desnutrición, pérdida de peso y masa muscular, alteración en el crecimiento, dolores abdominales, vómitos, diarreas, continuas visitas al hospital e ingresos hospitalarios".


Junto a ello, "le impusieron un tratamiento psiquiátrico que condicionó su vida personal, retrasó sus estudios, le pusieron un tratamiento farmacológico que no necesitaba y le sometieron a una terapia psiquiátrica innecesaria".

La enfermedad de Crohn, también denominada enteritis regional, es una inflamación crónica de los intestinos que por lo general se limita a la porción final del intestino delgado, el íleon


La colitis ulcerativa es una inflamación similar del colon o intestino grueso. Estas y otras EII (enfermedades inflamatorias del intestino) se han vinculado con un incremento en el riesgo de cáncer colorectal.
En noviembre de 2007 el chico fue sometido a una colonoscopia que ya detectó su verdadera dolencia, por lo que la sentencia dice que ese diagnóstico tardío le supuso unos perjuicios que deben ser indemnizados porque el paciente “no tiene el deber jurídico de soportar una acción que no se ajuste a la buena praxis médica”.

La abogada que presentó la demanda, Elisa González Ángel, ha informado de que su cliente sigue con algunos síntomas depresivos, que han mejorado al haber emprendido una actividad laboral, y en abril de 2010 fue operado de una perforación del intestino delgado, múltiples fístulas y peritonitis.


Para ver más:



LA ZONA PÚRPURA: Rodrigo Borgia


Rodrigo Borgia tenía fama de haber cometido su primer asesinato a la edad de doce años. 

Hundió repetidas veces su arma blanca en el estómago de otro niño. Durante su juventud, sus inclinaciones amorosas no fueron un secreto para nadie. 

Su desgracia fue tener a un papa por tío, Calixto III.

Rodrigo Borgia





En 1456, Calixto III nombró a Rodrigo, a sus veinticinco años de edad, arzobispo de Valencia, la principal sede de España. 

En aquella época, Rodrigo ya era conocido por su desinteresado amor por una viuda y sus dos hermosas hijas. Una de ellas, Vannozza Catanei, sería el gran amor de su vida. 


Vannozza  Cattanei


A los veintiséis años recibió el capelo cardenalicio en Roma y un año después fue nombrado vicecanciller de la Iglesia. Pero el joven Rodrigo no pudo soportar el alejamiento de su amante, de modo que la instaló cómodamente en la elegante ciudad de Venecia.
Cuando murió su tío, el nuevo papa Pío II no se mostró tan tolerante con él. 

Calixto III

Le llegaron rumores acerca de una orgía de Borgia en Siena, en la que fueron excluidos los maridos, padres, hermanos y deudos para dar rienda suelta a la lujuria. 

«¿Es apropiado —preguntó con tacto Pío II, ya que él mismo había engendrado a dos hijos— para vos no tener otra cosa en la mente que voluptuosos pensamientos de placer?»

Cuando Rodrigo se convirtió en papa, tomó el nombre de Alejandro VI, sin que le importara que Alejandro V fuera excluido de las listas por ser el antipapa de Pisa. Una vez elegido, Borgia empeoró rápidamente. 

Pío II

No sería depuesto ni recusado. El sistema no lo permitía. 

Lutero tenía nueve años cuando Borgia ascendió al solio pontificio. 
En Roma todo estaba a la venta, desde los beneficios hasta las indulgencias, desde los capelos cardenalicios hasta el mismo papado. 

Según John Burchard, que actuó como maestro de ceremonias en el cónclave, Borgia obtuvo los votos del colegio cardenalicio tras una campaña electoral particularmente dispendiosa. 

Tras consultar las crónicas de Burchard, es muy instructivo observar de qué manera el Espíritu Santo seleccionaba el sucesor de san Pedro.
Alejandro V


De toda Europa llovía el dinero sobre Roma. Era canalizado por los banqueros al interior del cónclave. Borgia se enfrentó con una enérgica oposición. 

Para apoyar al cardenal Della Rovere había un depósito de 200.000 ducados de oro del rey de Francia y otros cien mil de la república de Génova. Solamente quedaron cinco votos por comprar. 

En su calidad de vicecanciller, Borgia contaba con ser el más rico de los cardenales. Tuvo posibilidad de ofrecer mansiones, ciudades y abadías. 


cardenal Sforza

Entregó cuatro mulas cargadas de plata al mayor de sus rivales, el cardenal Sforza, para que retirara sus pretensiones. Prácticamente arruinado, quedó aterrado al advertir que todavía le faltaba un voto.

El cardenal Gherardo de Venecia se lo dio, aunque no hay motivo para reprochárselo. Existen fundadas razones para creer que se hallaba en estado de senilidad. Tenía noventa y seis años y, para mayor sorpresa, no insistió en solicitar una cantidad por su voto.
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Cardenal Della Rovere o Julio II

Tras haber elegido a Borgia, los cardenales entonaron un himno al Espíritu Santo agradeciéndole la elección de un sucesor de san Pedro. 

Sin embargo, más tarde, Giovanni de Medicis comentaría al cardenal Cibò: 

«Ahora nos hallamos en las garras del que quizá sea el lobo más sanguinario que el mundo ha conocido. O huimos o, no nos quepa la menor duda, nos devorará a todos». 

El cardenal Della Rovere, el futuro Julio II, recogió la insinuación y huyó para salvar su vida y no regresó hasta diez años después, cuando el faraón, el papa Borgia, ya había fallecido.

De momento, «el lobo» estaba en la plenitud de su vida. En el frenesí de su júbilo, exclamaría: «Soy papa, pontífice, vicario de Cristo».


Giovanni de Medicis


En los apartamentos de Borgia del palacio apostólico hay un retrato de cuerpo entero de Alejandro VI realizado por Pinturicchio

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Alejandro VI


Aparece arropado con una enjoyada capa pluvial de brocado; sólo se ven sus manos y su cabeza. De elevada estatura, frente estrecha, los carrillos y las mejillas gruesos y nariz prominente y carnosa. 

Su pescuezo era monstruoso, sus labios sensuales, la mirada penetrante. Mantenía los dedos hinchados y llenos de anillos en actitud orante.

Este hombre, a quien Gibbon llamó «el Tiberio de la Roma cristiana», fue demasiado perverso incluso para un papa del Renacimiento. Se decía que jamás se equivocó al valorar a una mujer hermosa, aun cuando ya era senil. 


César borgia

Tuvo diez hijos ilegítimos conocidos, cuatro de ellos (entre éstos, el célebre César y Lucrecia) eran de Vanozza. Cuando sus atractivos se desvanecieron, el papa, a sus cincuenta y ocho años, tomó otra amante.

Giulia Farnese tenía quince años y hacía poco que se había casado con Orsino Orsini

Giulia Farnese

Era un buen esposo; tuerto de un ojo, sabía hacer la vista gorda con el otro. Gracias a esta permisividad, Giulia fue conocida en toda Italia como «la ramera del papa» y «la esposa de Cristo». 

Lucrecia borgia


Su hermosura era deslumbrante, y tal como dijo un diplomático era «el corazón y los ojos» del pontífice, sin el cual no podía vivir. Merced a sus relaciones pontificias, no le fue difícil conseguir el capelo cardenalicio para su hermano, el futuro Pablo III, por lo que se ganó el título de «el cardenal enaguas».

Con Giulia, el papa tuvo una hija llamada Laura. Honesto por lo general, siguió el ejemplo de Inocencio VIII, reconociendo abiertamente a su progenie en una época que fue denominada la Edad de Oro de los Bastardos

Inocencio VIII


Pío II incluso había comentado que Roma era la única ciudad del mundo gobernada por bastardos. 

Pablo III

Aun así, Borgia trató de hacer pasar a Laura por una Orsini; en otras palabras, el marido de Giulia era el padre de la criatura. 

Resultaba difícil creérselo. Posteriormente, tal como Lorenzo Pucci —embajador en el Vaticano— escribiera a su señor, en Florencia: «El parecido entre la chiquilla y el papa es tal que no puede ser más que suya».

Juan, hijo de Giulia, conocido como Infans Romanus, el misterioso chico romano, también tuvo como padre al papa. 

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Juan Borgia


Es posible que Alejandro repitiera hasta el último momento de su vida la oración de san Agustín: «Señor, hazme casto, aunque todavía no». Porque la hermosa Giulia le dio un último hijo, su tocayo Rodrigo, como una dádiva de despedida en el momento que moría.

En aquellos días, la vida en el Vaticano no fue nunca aburrida ni tampoco completamente evangélica. 

Según rumores fiables, tenían lugar borracheras y orgías sexuales. 

También se dijo que Alejandro había mantenido relaciones incestuosas con su hija, la atractiva Lucrecia. 

Francesco Guicciardini

De ser así, lo cual es incierto, representaría todo un récord, incluso para un papa del Renacimiento, haber tenido relaciones sexuales con tres generaciones de mujeres: su hija, y la madre y la abuela de ésta.

César, su hijo, sirvió de modelo para el despiadado príncipe de Maquiavelo. Hasta su padre le temía. Lord Acton escribió de él: 

«Al no tener preferencias por el bien o el mal, sopesaba con la misma mente desapasionada qué valía más, si salvar la vida de un hombre o degollarle». 

El estadista florentino Francesco Guicciardini, que llegó a ser teniente coronel del ejército pontificio, confió a su diario secreto, I Ricordi, que César había nacido para que «hubiera en el mundo un ser lo suficientemente vil para llevar a efecto los designios de su padre, Alejandro VI». 

En cierta ocasión, con impresionante estilo hispánico, César mató cinco toros en la plaza de San Pedro, seguidamente decapitó a un sexto de un solo golpe de espada. 



Para César, despojar a un hombre de su mujer, violarla y arrojarla después al Tíber era una acción sin demasiada importancia.

Al principio de su pontificado, el papa se sintió nostálgico y concedió su antigua sede de Valencia a César. En aquellos años, su hijo era un apuesto muchacho de diecisiete años, nariz combada, ojos negros acariciadores y oscura cabellera de reflejos pelirrojos. 

Ippolito d'Este

Un año más tarde, en el consistorio en el que Alejandro promocionó al hermano de su amante y al quinceañero Ippolito d'Este, César se convirtió en cardenal.

Esta resolución fue una maniobra impecable, ya que se consideraba que los cardenales eran hijos legítimos. Alejandro resolvió el problema con brillantez. 

El 20 de septiembre de 1493 firmó dos bulas; en las dos declaraba bajo juramento los testimonios más creíbles de su corte. La primera demostraba sin lugar a dudas que César era hijo de Vanozza y de su esposo. 



En la segunda, conservada en secreto, el papa reconocía a César como hijo suyo.

En la Roma de aquella época se producía un promedio de catorce asesinatos por día. Cuando se apresaba al culpable, Alejandro no tenía ningún empacho en dejarlo en libertad por su consideración. 

Como decía, con la persuasiva sonrisa que esbozaba: «El Señor no exige la muerte del pecador, sino que debe pagar y vivir».

Uno de sus minúsculos hábitos predilectos era nombrar cardenales a cambio de una considerable suma; inmediatamente después, los envenenaba y volvía a empezar con los candidatos a reemplazarlos. Usaba la «cantarella», una mixtura compuesta sobre todo de sales arsenicales. 

La Iglesia, decretó, era susceptible de heredar los bienes y enseres del cardenal. Él, naturalmente, como vicario de Cristo era la Iglesia.

Uno de los pocos que protestaron abiertamente contra la corte papal fue el prior dominico de San Marcos de Florencia. 




Benedicto XIV



Años después, el mayor predicador de su tiempo, Savonarola, fue considerado por un pontífice, Benedicto XIV, merecedor de la canonización. 

Este no era el punto de vista de Alejandro. Intentó acallar al fraile prometiéndole el capelo cardenalicio a cambio de nada. 

Cuando, para su asombro, dicho ofrecimiento no surtió efecto, no le quedó otra alternativa que llevarle ante los tribunales, para que le sentenciaran a morir ahorcado o en la hoguera. 

Aun así, se dijo que el papa no le guardaba ningún rencor.

Transcurridos tres turbulentos años, tuvo lugar uno de los sucesos más grotescos de la historia del Vaticano, durante la última noche de octubre de 1501. 

Ludovico Sforza el Moro
Ludovico de Milán

Fue descrito por Burchard, ayudante personal de cuatro pontífices, en su estilo habitualmente pedante; y quedó registrado en sus crónicas que vieron la luz por pura casualidad.

César convidó a su hermana predilecta, Lucrecia, y al papa, el único hombre presente, a un festival llamado «El Torneo de las Rameras». 

Campo de batalla de Viana

Quince de las más escogidas danzaron con atavíos cada vez más exiguos hasta quedar completamente desnudas alrededor de la mesa del papa. 

Quizá oyeron los comentarios que circulaban por Roma, que el papa prefería una orgía a una misa mayor. 

En un final frenético, las prostitutas cayeron de rodillas, en un confuso montón, por las alfombras tratando de asir las castañas que les arrojaban los Borgia como si fuesen marranas.




El pontífice tenía su lado positivo. Fue un mecenas de las artes. Brindó su protección a un mísero y joven monje llamado Copérnico

Tenía un agudo olfato para los negocios y, efectivamente, fue uno de los pocos pontífices de la época en equilibrar su presupuesto. 

No fue un hipócrita, jamás pretendió ser un cristiano sincero y menos aún un santo. Sin embargo, como la mayoría de los papas, fue un sincero devoto de la Virgen María. Impulsó de nuevo la antigua costumbre de tocar el Ángelus tres veces al día. 

Encargó un soberbio retrato de la Virgen con las facciones de Giulia Farnese para mostrarle su amor. No olvidaría los servicios de su antigua amante. 

Cuando Vanozza falleció unos años después que él, a los setenta y seis años de edad, se le rindieron honores como viuda del papa. 

Retrato hallado en Australia de Lucrecia Borgia en 2008.


Fue enterrada, con mayor pompa que el mismo Borgia, en la iglesia de Santa María del Popólo, en presencia de toda la corte papal y «casi como si fuera un cardenal».

También hay que alegar en defensa del pontífice que amaba a sus hijos y estaba orgulloso de ellos. Bautizó a sus hijos y les dio la mejor educación que la simonía podía costear. 

Ofició en sus bodas en el Vaticano, casándolos con las mejores familias de su tiempo; además, ¿no hizo lo mismo Inocencio VIII? 

Cuando casó a Lucrecia en la Salla Reale, la escoltaron la nieta de Inocencio, la ramera del papa y ciento cincuenta entusiasmadas damas romanas. 

En ocasión del tercer matrimonio de Lucrecia, retrasó el inicio de la Cuaresma de modo que los habitantes de Ferrara pudieran celebrarlo comiendo carne y bailando.

El afecto por su familia se hizo todavía más patente en las exequias de su hijo, el duque de Gandía, probablemente asesinado por su otro hijo, el despiadado César. 

Cuando el duque fue rescatado del Tíber y depositado a sus pies, los cínicos exclamaron: «¡Por fin, un pescador de hombres!». 

Es posible que el papa provocase lágrimas en el consistorio cuando les comunicó que hubiese dado siete tiaras a cambio de que su hijo volviera a la vida. 

Lloraron todavía más cuando, durante los breves días de duelo, hizo una llamada de atención para acabar con el nepotismo y amenazó con reformar la curia. 

Decretó que todas las concubinas eclesiásticas tenían que ser repudiadas en el plazo de diez días; incluso obligaba a los cardenales a convertirse en frugales y castos. 

Giulia debió echar por tierra sus mejores intenciones desde el momento que le dio un hijo al año siguiente.

Los historiadores sugieren que su debilidad por César era absurda. Sabía que César llevaba veneno consigo para el caso que un enemigo se le cruzara en el camino. 

Al final resultó que, tras todas las gestiones efectuadas para elevarle al cardenalato, César quería liberarse de su capelo. 

Alejandro tuvo que arriesgarse a incurrir en la cólera del colegio cardenalicio al permitirle que abandonase a «los purpurados», tal como los llamaba Corro. 

La salvación del alma de César estaba en juego, suplicó el papa. Para entonces, el rostro de su hijo estaba cubierto de máculas negras y ronchas en carne viva, signos de una sífilis de segundo grado. 

Quizá sus eminencias se sintieran aliviadas por su partida, pero como observó un ayudante, si a los cardenales les estuviera permitido renunciar por motivo tan trivial, no quedaría ninguno. 

Cuando su enfermedad pustulosa se agravó, se acostumbró a cubrirse con una máscara de seda negra mientras estaba en público.

Una vez echado por la borda su capelo a los veintidós años, era libre para contraer matrimonio y, su máxima ambición, para arrebatar al duque de Gandía la plaza de comandante en jefe de los ejércitos pontificios. 

Su padre debía saber que no se podía confiar en él cuando tenía un arma blanca en las manos.

En cierta ocasión, César hizo pedazos a un joven español llamado Perroto, chambelán favorito de Alejandro, por hacer la corte a su hermana. 

Lucrecia Borgia


No estaba contrariado por su trasgresión moral, sino por la insensatez del hecho. Era vital para los intereses familiares, y particularmente para César, que el primer matrimonio de Lucrecia con Giovanni Sforza fuese anulado para que pudiera introducirse en la realeza napolitana. 

Las razones de la anulación se basaban en la no consumación del matrimonio. Una comisión testificó su virginidad tras tres años de matrimonio y, por deducción, acusó al marido de impotencia. 

Toda Roma se rió en cuanto se difundió la noticia. Lucrecia tenía fama de ser «la mayor zorra que nunca había tenido Roma». 



Su marido, Sforza, rehusó cooperar con la comisión e insistió en el hecho de que existió consumación en repetidas ocasiones. Juró haberla «conocido carnalmente incontables veces». 

Su tío, Ludovico de Milán, sugirió adustamente que debería demostrar sus proezas ante testigos.

No fue éste el único divorcio consentido por Alejandro mientras pretendía anular un matrimonio. De poca ayuda sería para el nuevo marido de Lucrecia. 

En 1500, cuando hubo cumplido con lo que se esperaba de él, César mandó estrangularlo.

Rodrigo Borgia

Perroto fue una víctima primeriza. A los ojos de César, se condenó por comprometer la reputación de su hermana en un momento crítico y tenía que pagar por ello.

El papa, con ojos legañosos, trató de amparar a su chambelán bajo su capa, afirmando en español: «No, César, por el amor de Dios, no». 

César no detuvo su cuchillo, de modo que la sangre salpicó abundantemente el rostro del pontífice. Después, el cadáver recibió el trato habitual; fue sumergido en el Tíber. 

Durante días, el pontífice escuchó los chillidos del muchacho, olió la sangre que empapó su sotana allí donde cubría su vacilante pecho, percibió el retroceso de Perroto ante cada nueva estocada e incluso las sacudidas de la muerte.




La misma muerte de Alejandro, presagiada por un búho que entró volando por su ventana a plena luz del día y expiró a sus pies, parecía hecha a su medida. 

La versión más verosímil afirma que César se envenenó él mismo y a su padre por error. 

La «cantarella» vertida en el vino estaba destinada a unos ricos y eminentes cardenales que había que eliminar.

César se restableció. Moriría valientemente tres años más tarde en el campo de batalla de Viana, en España, alistado en un ejército por propia iniciativa y a solas. 

Cuando desnudaron el cuerpo, vieron que le habían inferido veintitrés heridas. 

El papa, con setenta y tres años de edad, sucumbió al veneno. Burchard en sus diarios y los embajadores en sus despachos registraron con detalle lo ocurrido.




Las sales arsenicales actuaron como una granada de mano en su estómago. 
Durante horas yació en su lecho con los ojos inyectados en sangre y la cara amarillenta, incapaz de deglutir. 


En un principio, su rostro estaba amoratado y sus labios aparecían hinchados. Su piel adquirió un aspecto abigarrado como la del tigre y comenzó a descortezarse. 


La grasa de su estómago fue volviéndose líquida. Sus entrañas se desangraron. 


Los médicos le administraron vomitivos y le efectuaron una flebotomía sin ningún resultado. 

Después de recibir los últimos auxilios sacramentales, este hombre que no creía en ninguna religión, según Guicciardini, dio su último suspiro en la Torre Borgia, en un apartamento decorado por Pinturicchio.
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La Torre Borgia , ADED por Alejandro VI en el Vaticano, contiene en la primera planta dos de las habitaciones de los Apartamentos Borgia , y sobre estos la habitación en la que Alfonso, duque de Bisceglie, fue asesinado.


César, todavía postrado en su lecho y desolado por la muerte de su padre-papa, ordenó que las habitaciones pontificias fuesen selladas para que sus hombres, y no los lacayos de los codiciosos cardenales, pudieran saquearlas.

El cadáver fue colocado sobre un andamio entre dos cirios encendidos. 

Se había vuelto de un profundo color negro y empezaba a corromperse muy rápidamente. Burchard recordó como la boca espumeaba como una olla hirviendo. 

La lengua se hinchó de tal manera que llenó toda su boca dejándola abierta. 

El cuerpo perdió toda forma y comenzó a dilatarse como un batracio hasta que fue tan ancho como alto. Giustiniani, el embajador veneciano, escribió en un despacho que Borgia era el cadáver «más feo, monstruoso y horrendo que había visto, sin forma alguna o semejanza con el ser humano».

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Los incondicionales de César comenzaron a arrancar los anillos del cadáver y se llevaron los candelabros, ornamentos, vestuarios, objetos de oro y plata, incluso las alfombras. 

Sobre el fondo de este espectáculo, el capellán iba lavando el cadáver tranquilamente.

Cuando la habitación ya había sido saqueada, el cuerpo dio síntomas de estallar y, de cada orificio, emanaban gases sulfurosos. 

Seis lacayos y un par de carpinteros, tapándose las narices, hicieron su cometido riéndose en medio de aquella terrible ordalía. 

Su principal problema fue meter aquel enorme y fétido despojo en un angosto ataúd. 

Reacios a tocar aquel pozo de contagios, ataron una cuerda alrededor de los sagrados pies, a menudo besados por príncipes, prelados y mujeres hermosas, y lo arrastraron desde el andamio. 

El corpulento cuerpo emitió un silbido al dar contra el frío suelo. Hicieron saltar su mitra de un golpe y le izaron lo suficiente para dejarle caer dentro del ataúd.

Ya por entonces, según Burchard, «no había tapices, ni luces ni sacerdotes, ni nadie que velase por el pontífice muerto». 

Como a la merced de Dios, aquel cuerpo presionado hacia abajo seguía emergiendo. Burchard necesitó de todas sus fuerzas para reducirlo, a manotazos y golpes, y poder mantenerlo dentro del féretro. 

Al final, puesto que no podía hacerse otra cosa, cubrió al siervo de los siervos de Dios con una vieja alfombra.

Los porteros de palacio tuvieron que discutir con los sacerdotes que no permitían la entrada del cadáver para ser enterrado en la basílica. Las exequias fueron atendidas sólo por cuatro prelados. 

Se permitió depositar el féretro durante un breve espacio de tiempo en la cripta de San Pedro. Más tarde, el papa Julio afirmaría que era una blasfemia orar por los condenados. 

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Mausoleo de los papas Borgia, Calixto III  y Alejandro VI en la iglesia de Santa María de Montserrat . Allí fueron llevados en el siglo XVII por orden del valenciano Juan Bautista Vives donde durante dos siglos permanecieron en un rincón de la sacristía hasta que un grupo de aristócratas españoles decidió darles un sepulcro más digno y encargaron el mausoleo que aparece en la imagen al escultor Felipe Moratilla en 1889 donde hoy se pueden seguir visitando 

Por lo tanto, cualquier misa que se celebrase para el reposo del alma de Alejandro constituiría un sacrilegio.

En 1610, los despojos fueron expulsados de la basílica y ahora yacen en la iglesia española de la Via di Monserrato, esperando, con azoramiento, el Juicio Final.



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Dentro del baño erótico del Vaticano.