LA ZONA CEREBRO : Demasiada espontaneidad.

Existe un malentendido cuando nos referimos a la espontaneidad como acto de sinceridad o autenticidad. También lo espontáneo puede ser reactivo, desmesurado e irrespetuoso. Algunos ejemplos pueden contextualizar la idea de que lo espontáneo no es igual a lo auténtico. Hay quienes suelen jactarse de decirles a los demás a la cara lo que opinan. Se vanaglorian de no tener inconveniente alguno en soltar sus juicios, como quien arroja presuntas verdades sin atender al contexto, el momento y la relación que mantienen con el otro. Lo sueltan y se quedan tan anchos. Preguntas: “¿Acaso tuviste en cuenta a la otra persona?”. Y responden: “Me da igual…, yo soy así…, digo lo que siento”.


Hay otros ejemplos más cotidianos: aquellas personas que hacen la broma en el momento inoportuno; las que insisten cuando se les dice basta; las que hablan sin dejar hablar; las que gesticulan histriónicamente y no mesuran los prejuicios de sus muecas; las que ríen o se enfadan fuera de tono; las que vuelven a preguntar lo que ya se les dijo; las que quieren discutir en medio de un restaurante; las que no les importa que les oiga todo el mundo; las que no pueden esperar; las que precipitan besos y abrazos embarazosos. En general, todas aquellas personas que sufren la maldita impulsividad. No saben, o no quieren, aprender a gestionarla.

Lejos de tales extremos, algunos individuos espontáneos gozan del valor añadido de la nobleza. Son tal cual, sin engaños, ni medias tintas, ni filtros interesados. Son lo que son, un espejo de su alma. Por eso gustan y son queridos, aunque suelen aborrecer de sí mismos. Esa excesiva franca naturalidad les acaba metiendo en todo tipo de malentendidos, que les obliga a justificarse muy a menudo. Van tan de cara que son los primeros en recibir las tortas.

Lo curioso del fenómeno es que estas personas creen que cuanto más “naturales”, más auténticas y más sinceras. Añádase, incluso, que la espontaneidad puede ser un aspecto visible del bien, de ser alguien bueno, por no tener filtro alguno, con lo cual no importa el arrebato, sino la honestidad del mismo. No importa ser un salvaje si se entiende como un ser auténtico. Si en un extremo lo protocolario aparenta rigidez y fingimiento, en el otro se encuentra la arrogancia de lo espontáneo como signo de naturalidad, cosa que ahora se lleva mucho. Cuanta más exhibición de lo propio, más autenticidad. Solo que tiene que ser a costa de los demás, que, pacientes, soportan la supuesta honrosa virtud de lo que por encima de todo es así porque lo es y no puede ser de otra manera.

Recuerdo al que fuera mi maestro Oriol Pujol Borotau, un ex jesuita residente en India, que solía hablar de las dos columnas de la confianza y la seguridad personal. La primera es darse a conocer tal como uno es. Decir abiertamente lo que se piensa, lo que se siente, mostrarse auténtico.

Sin embargo, la segunda columna consiste en tener en cuenta a los demás. ¿Son personas dignas de confianza? ¿Quieren escucharnos? ¿Es prudente decir lo que queremos decir en este momento? ¿Atendemos al momento por el que pasa la relación? ¿Estamos atrapados en sentimientos que pueden malherir al otro? ¿Muestran interés por lo que podamos decir?

Cuando se es muy capaz de sostener la primera columna, pero poco o nada la segunda, el edificio de la seguridad se derrumba, actuamos impulsivamente. No ganamos en confianza, sino que la perdemos. Mostramos una espontaneidad que roza la reactividad

No se trata de morderse la lengua, sino de saber encontrar el momento oportuno o, por lo menos, ser capaces de pedir permiso al otro y gestionar juntos la situación. Ahí es donde se pone en juego la seguridad. El que confía “responde”. El inseguro “reacciona”.

La pura espontaneidad pertenece a la niñez. Los estadios infantiles son particularmente espontáneos tanto para dar muestras positivas (proactividad) como desafiantes y negativistas, véanse las clásicas rabietas (reactividad). 

Se supone así que los procesos de educación, aprendizaje y maduración conllevan la capacidad de dominar la impulsividad, es decir, procurar comportamientos proactivos, ser capaces de negociar y expresar el desacuerdo e incluso el enfado de forma asertiva, sin reactividad. Mostrarse indignado, por ejemplo, no tiene por qué significar mostrarse agresivo. No hay que confundir firmeza con atropello.

No obstante, todo cae en saco roto si, además de no haber madurado lo suficiente, se convive en una cultura que aplaude a las personas arrojadas, pasionales o impúdicas, mientras se menosprecia a las cívicas, templadas o asertivas. 

Esas resultan “estiradas”; les falta sangre en las venas, son “carcas” o aburridas. Para colmo, todo queda justificado por nuestros orígenes sureños o latinos, por ser de sangre “caliente”. Rasgos o vestigios de unos tiempos en los que lo honroso se asociaba con la capacidad de “marcar paquete”.

Otro ejemplo de los nuevos usos de la espontaneidad son los correos electrónicos y, sobre todo, los mensajes vía Twitter. ­Asistimos atónitos a la capacidad de soltar sandeces, primeras impresiones, prejuicios de género, racistas o intolerantes, sin mediar un mínimo razonamiento de los efectos que pueden causar una palabras que, por mucho que se borren posteriormente, son la llama que ya no puede evitar la devastación emocional de personas muchas veces –incluso la mayoría de ellas– inocentes. 

De nuevo la impulsividad se convierte en gobernadora de conciencias atrapadas bajo la incontinencia de pulsiones básicas.

Si la pasión, si la locura no pasaran alguna vez por las almas… ¿Qué valdría la vida?, decía ­Jacinto Benavente. En efecto, a menudo desearíamos soltar amarras y vivir espontáneamente. Sin filtros, sin miedos, sin vergüenza, sin tener en cuenta nada ni a nadie. Como dice el dramaturgo, alguna vez…, pero no a todas horas. 

Otro ilustre de mi oficio, Carl Jung, sostenía que el hombre que no ha pasado a través del infierno de sus pasiones, no las ha superado nunca. Por ahí se puede entrever cómo la espontaneidad, a menudo, es la presencia de nuestra niñez en sus múltiples manifestaciones tanto proactivas como reactivas. Y nadie supera en deseo a los niños.

Sin embargo, pretendemos conquistar la mayor libertad interior posible. Somos seres para la libertad, solo que caemos en el espejismo de una libertad que lo deja de ser condicionada por sus propios deseos. No hay libertad sin responsabilidad. No hay responsabilidad sin compromiso. Y el primer compromiso hacia nosotros mismos es hacernos auténticos, que no es lo mismo que naturales. Algunas personas han logrado un aire disfrazadamente natural a costa de perder su autenticidad.

Ser auténtico es ser uno mismo, desde su sinceridad interior. No precisar del fingimiento, ni de la mentira, ni de la manipulación, ni de la instrumentalización de los demás. 

Cierto que siempre hay cierta máscara o papel. Cierto que no se va por la vida a corazón abierto. No obstante, a veces hay que quitarse la coraza y mostrarse tal como se es. Ser auténtico es ser confiable. Es la espontaneidad del que no tiene nada que ocultar ni nada de lo que defenderse. Es hacerse cargo, responsablemente, de las consecuencias de las franquezas propias. No es que no deban existir. Es simplemente responder con confianza ante ellas. Esa es la nobleza.

No hay tarea tan comprometida como conquistarse a uno mismo. El primer paso podría consistir en aprender a gestionar una desmedida espontaneidad. De no ser así, se acaba viviendo en una esclavitud sin fin. Mejor vivir en una espontánea felicidad fruto de abrazar con libertad nuestro espacio interior.





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