LA ZONA HISTÓRICA : Los muertos de la "Casa Cuna" de Cádiz.

Muchos fueron los niños que murieron a consecuencia de la catástrofe de Cádiz de 1947, como también fueron muchos los niños que sobrevivieron a ella. Sobre estos últimos la Explosión dejó una huella física y emocional imborrable a pesar del tiempo transcurrido desde aquel fatídico 18 de agosto. 



Los más de 200.000 kilogramos de explosivos alojados en el almacén nº 1 de la Base de Defensas Submarinas de la Armada, también conocido como Depósito de Torpedos, estallaron a las diez menos cuarto de una noche de verano, cuando los gaditanos y veraneantes disfrutaban de las bondades del clima, en los cines, en las calles y plazas, en los paseos o en las viviendas de temporada situadas en Extramuros

Algunos fueron sorprendidos por la detonación cuando se despedían de sus amigos en la puerta de la casa que acababan de visitar; un matrimonio, que regresaba a su domicilio acompañado del hijo que llevaban de la mano, cruzaba en ese momento el antiguo puente de San Severiano ; un comandante del Instituto Hidrográfico se encontraba de servicio en la puerta de la residencia de oficiales, mientras su esposa y sus cinco hijos estaban a punto de irse a dormir en el colindante pabellón del Ayudante Mayor, donde residían. La muerte les llega a unos u otros en un instante de lo que segundos antes era vida.

Todo el barrio de San Severiano sufrió una destrucción generalizada y Cádiz se quedó sin agua y sin luz, los peores condicionantes que podían darse sobre una ciudad parcialmente en llamas y completamente cubierta de cristales y cascotes. 

A la altura del barrio de Bahía Blanca y la vía del tren los cables del tendido eléctrico de alta tensión, derribados los postes que los sostenían, chocaban entre sí dando latigazos y haciendo saltar chispas que generaban nuevos incendios.

El miedo, el caos y la desesperación se apoderó de la gente, pero, tras la conmoción inicial, muchos lograron reaccionar y comenzaron las labores de auxilio en la zona que había sufrido la mayor devastación: la base militar, Bahía Blanca, la calle Tolosa Latour, los astilleros, la Barriada España, San Severiano… El rescate de los cadáveres y de los heridos se convirtió en una actuación peligrosa y sobrecogedora, de auténtico heroísmo teniendo en cuenta la escasez de medios de intervención necesarios y adecuados, y la falta de seguridad en las acciones emprendidas, en la que sus protagonistas volcaron más valor y coraje que prudencia.

Aquella noche trágica se saldó con 150 muertos, donde no se contemplan ni los partos prematuros ni los abortos. Según el experto ginecólogo gaditano Fernando Muñoz Ferrer —cuya aún reciente pérdida lamentamos aquí— en los días siguientes a la explosión tuvieron lugar al menos 20 abortos motivados por el trauma psíquico y 73 por caídas, precipitaciones y huidas, a lo que se añaden unos 30 partos prematuros con fetos muertos. Ninguna de estas mujeres recibió indemnización económica alguna por la pérdida. 

De otro lado, los heridos fueron incontables, aunque es ampliamente admitido que debieron ser más de 5.000. De hecho, en los tres hospitales que entonces existían en la cercana localidad de San Fernando, el de la Cruz Roja, el Hospital Naval de San Carlos y el de San José, fueron ingresados unas 934  personas durante la emergencia, y probablemente no fueran más que una décima parte de las que pudieron ser atendidas en los hospitales de la capital: el Hospital de Mora, el de San Juan de Dios, el Hospital Militar de la plaza Fragela, el Hospital de Nuestra Señora del Carmen (Hospital de Mujeres), las Casas de Socorro o en la misma vía pública.


La cocinera de la Casa Cuna. Más.

En Extramuros, el edificio totalmente desfigurado, casi un esqueleto, de la Casa Cuna se recortaba en la oscuridad anunciando la desgracia. La estructura, sin llegar a producirse su colapso total debido a la solidez del conjunto, presentaba una evidente situación de inestabilidad, patente sobre todo en la planta superior, una de cuyas alas había desaparecido casi en toda su longitud. Allí se encontraba una parte de los dormitorios de los 199 huérfanos y albergados acogidos hasta ese día en la institución. 

Las techumbres volaron dejando a la vista el armazón de vigas y restos de forjados medio desprendidos que amenazaban con caerse sobre las camas y cunas de los pequeños que antes protegían. Y los niños, 26 niños del Hogar del Niño Jesús, distante apenas unos 200 metros en línea recta del punto de inicio de la deflagración, resultaron mortalmente sepultados por los escombros de lo que fue su hospicio. 

Un nutrido grupo de infantes de marina, marineros, soldados, bomberos, guardias civiles y voluntarios que habían acudido en su ayuda desde los barrios cercanos, se guiaban en la oscuridad por sus llantos. Federico Casas Marce, miembro del grupo de marineros que contribuyó bajo las órdenes del comandante Pery en la extinción del incendio que afectaba al segundo almacén de minas, relataba en 1997 cómo un compañero gallego se jugó la vida para rescatar a un crío que había quedado partido por la mitad.

Remover el ingente volumen de piedras, vigas y amasijos de hierros que generaron los derrumbes en el asilo infantil contando sólo con la ayuda de las manos y las escasas herramientas que portaban llevó tres o cuatro días, y cada día aparecían nuevos cuerpos sin vida de criaturas con edades comprendidas entre los dos meses y los nueve años. Conforme eran extraídos de las ruinas, sus cuerpos iban siendo trasladados en camiones militares al cementerio de San José, donde eran depositados sobre el suelo o sobre una tarima de madera.

Transcurridos los tres primeros días, la mayoría de aquellos chiquitines no pudieron ser reconocidos, al tratarse de huérfanos entregados a las puertas de diversas hospederías de la provincia gestionadas por las Hermanas de la Caridad y ante la imposibilidad inicial de acceder a las dependencias administrativas donde se custodiaban los libros de ingreso y los expedientes personales. Tampoco pudieron ser reconocidos en esos momentos por las monjas que los tutelaban al haber resultado heridas e ingresadas en los hospitales de Cádiz y San Fernando, por lo que tuvieron que ser enterrados sin identificar. Pero antes de proceder a su inhumación, el juez instructor de la causa civil abierta ordenó buscar a cuatro fotógrafos que los retrataran. El encargo lo recibió la guardia  urbana que, a bordo de un taxi, los localizó y los trasladó hasta el cementerio, donde quedaron bajo la jurisdicción del Juzgado de Instrucción.

El día 20 de agosto los cadáveres habían tenido que ser baldeados con formol para favorecer su conservación el máximo tiempo posible; pero entre los agentes químicos y los olores a putrefacción que exhalaban, la permanencia en aquellas habitaciones se hacía harto insoportable. 

Había que entrar con la nariz tapada por un pañuelo y fumando puros habanos, y ni siquiera así se conseguía evitar aquel hedor tan penetrante. El shock postraumático que sembró la experiencia en los rescatadores y fotógrafos dejó secuelas permanentes que aún hoy se manifiestan en su rostro y en su voz cuando relatan con emoción aquellos desagradables momentos.




El desordenado y asistemático proceso de necroidentificación en el que participaron familiares y religiosas motivó varias identificaciones fallidas que ahora hemos podido esclarecer. Los 26 niños que perdieron la vida entre los restos de la Casa Cuna o a consecuencia de las heridas son los siguientes:

Luisa Fernández Gil, 9 años.
Francisca García García, 2 años.
José Luis Martínez Morales, 2 años.
Modesto Sánchez Flores, 9 años.
Diego Sánchez Herrero, 11 meses.
Matilde Moreno Sánchez, 2 años.
Enrique Parra Sánchez, 2 años.
José Bonet Rodríguez, 2 años.
José María Ferrera Gutiérrez, 2 años.
Antonio Puchi Sánchez, 2 años.
Manuela Blázquez González, 3 años.
Juan Gabriel Sánchez García, 1 año.
María del Carmen Ríos Arenas, 2 años.
Manuel Sevillano Utrera, 1 año.
Jesús Sánchez López, 1 año.
Antonia Martos Álvarez, 3 años.
María Teresa Gómez Martínez, 10 meses.
Francisco Mesa Castillo, 2 meses.
Francisco Vega Nieto, 9 meses.
Juan Díaz Moreno, 1 año.
José Marín Rosa, 1 año.
José Antonio Pérez Haro, 2 años.
María de las Nieves Gil Morales, 3 años.
José Hilario Barea Amaya, 2 años.
Isabel Cañas Hernández, 8 años.
Miguel González González, 2 años.

Los restantes 173 niños contabilizados en el parte diario del día anterior a la catástrofe, y que se hallaban distribuidos entre las instalaciones del Hogar del Niño Jesús y del Sanatorio Madre de Dios, separados entre sí por unos jardines exteriores y huertas que servían de recreo, vivieron indefensos las consecuencias de la desolación. Todos fueron rescatados, ilesos o malheridos. 

A los primeros los realojaron de forma provisional en otros centros de acogida pertenecientes a la Diputación Provincial y los demás fueron evacuados a los distintos centros sanitarios.

Manuel Copano Calvo

Manuel Copano Calvo fue uno de aquellos niños que tuvo la oportunidad de sobrevivir. Hoy su memoria no logra alcanzar tan atrás, pues había nacido el 5 de septiembre de 1946 y sólo tenía once meses y medio en la noche de la explosión. 

Junto a él dormía otro niño exactamente de su misma edad, de nombre Diego, que no corrió la misma suerte que él. Manuel resultó herido, puede que de gravedad (en la piel tiene marcada una cicatriz que no recuerda haberse hecho nunca). Otros fueron sacados con diferente destino. Durante el apresurado salvamento y en el desenfrenado ir y venir de las ambulancias se perdió el paradero de Manuel, como el de muchas otras criaturas. 

Tanto es así que, mientras los responsables de la Diputación Provincial hacían sus correspondientes averiguaciones en los hospitales, el 22 de agosto se publicaba en Diario de Cádiz el siguiente anuncio:

DIPUTACIÓN PROVINCIAL

AVISO

“Teniendo referencia que por personas y familias caritativas han sido recogidos algunos menores de los que se encontraban internados en el Hogar Provincial del Niño Jesús, con motivo de la catástrofe ocurrida en esta capital el pasado día 18, y que en la fecha se hayan en su poder atendiéndolos, se ruega a éstos, se apresuren a entregarlos en el Hogar Provincial de la Milagrosa (antes Hospicio), en evitación de los perjuicios que pudieran ocasionarles en la demora de dicha entrega necesario para aclarar la situación de los mismos y conocimiento a los familiares.

El Presidente, Juan J. Lahera.”

Esta nota iba dirigida también a los padres de los niños albergados que rescataron a sus propios hijos y no los regresaron más a la institución después de aquello, como es el caso de Piedad —una amiga de Antonia Sánchez Guerrero, de quien hablaremos más adelante— cuya madre la extrajo de los restos del Sanatorio a través de un boquete abierto en el muro, tirando de ella por los pies.

Mientras el verdadero Diego Sánchez Herrero era enterrado en el cementerio, inexplicablemente la Diputación lo hacía figurar como desaparecido en su relación de decesos, al tiempo que daban por fallecido al propio Manuel, confundiendo las identidades de ambos. Así se reconoce en el listado que fue entregado a finales de agosto a la Comisión Pro-Damnificados, presidida por el gobernador civil Carlos María Rodríguez de Valcárcel.

Cuando por fin hallaron a Manuel en el hospital se reabrió su expediente personal, tachándose con un lápiz rojo la anotación que decía: “Fallecido en la Catástrofe de 1947″. Pero los investigadores no conoceríamos la verdad hasta, casualmente, agosto de 2006, cuando un primo suyo nos sacó del sorprendente error. Ahora está atestiguado que Manuel Copano continuó su vida en la institución hasta cumplir los 22 años, cuando fue llamado a filas. Era huérfano y no tenía familia conocida. Por esa razón, un sacerdote salesiano le ofreció su ayuda y localizó a un hermano de su madre, que era militar y residía en Barcelona

Como era habitual en estos casos, lo vistieron con ropa elegante y lo subieron a un autobús con destino a esa capital. A pesar de la sorpresa que les esperaba detrás de la puerta, su nueva familia lo aceptó con agrado y con cierta contrariedad porque, de haber sabido Mateo Copano Calvo que su hermana había dado a luz un hijo y que lo había abandonado en el asilo infantil, no habría dudado ni un solo momento en marchar a recogerlo y criarlo como al resto de sus hijos. Pero el destino se resolvió de la manera menos deseada.

Retornando a la línea central de esta investigación, los niños de 7 a 9 años residían en el Sanatorio Madre de Dios, separados por su edad de los demás, desde donde finalizada la etapa solían pasar luego al Hogar de la Milagrosa. Como la estación estival lo permitía, después de cenar habían salido todos a la huerta a jugar un rato con la burra “Catalina”, un animal muy noble poco acostumbrado a hacer travesuras. Pero aquella noche costó trabajo encontrarla. 

La buscaron por todos los rincones, hasta que al final la hallaron escondida en el interior del dormitorio de las niñas. Costó un poco de trabajo sacarla, pero tras el alboroto pudieron retirarse a dormir.

En la estancia que ocupaba Antonia Sánchez Guerrero, de siete años, las camas se hallaban dispuestas en dos filas situadas frente a frente, pegadas a una y otra pared y separadas ambas por un largo pasillo que recorría la amplia alcoba. Una joven celadora dormía a su derecha, cerrando una de esas hileras muy cerca de la puerta de salida. 

La luz había sido apagada y el silencio inundaba la sala. Antonia acababa de quedar vencida por el sueño; por eso no oyó el estruendo ocasionado por la detonación de las minas. 

La despertó la caída de una pesada viga de madera que acabó impactando contra el barandal de hierro de su cama, que fue el objeto que la frenó. Miró asustada hacia lo alto y grandes trozos del techo habían desaparecido, de forma que podía observar a través el cielo estrellado de la noche cerrada. A continuación giró su cabeza hacia su lado derecho y así fue como se dio cuenta de que el extremo de la viga había matado a su cuidadora.

Reaccionó como pudo y estiró con fuerza el embozo de la sábana que la cubría, sujetándola fuertemente con los pies y  parapetándose debajo, sin atreverse ni siquiera a asomar los ojos. Tan tensa quedó la tela que las pequeñas piedras que seguían cayéndole encima rebotaban en ella como en un tambor. Así permaneció durante un tiempo cuya noción llegó a perder, hasta que vinieron a sacarla unos marineros de la base. Antonia, como el resto de las compañeras que no habían sufrido lesiones importantes en apariencia, fueron amontonadas de pie a bordo de varias camionetas del ejército para conducirlas hasta el otro centro infantil situado frente a la Caleta

Iban todas llorando y cubiertas de tierra: el pelo, la cara, los pies, los camisones… Se llevaron varios días con lo que traían puesto. En el cincuenta aniversario del siniestro Sor Juliana lo recordaba así:

“…¡Ay qué dolor de mis niños ahí en la institución! ¡Qué dolor de mis niños, verlos ahí…! No teníamos ropa, todo se quedó allá. La ropa puesta…No teníamos calzado, lo que llevaban puesto…¡Ay, qué penita me daba a mí de ver a mis niños!”.

Durante días permanecieron acostadas o dando cortos paseos por sus nuevas habitaciones, sin salir al patio, al comedor o a la iglesia, y con el mismo camisón blanco con el que salieron de la Casa Cuna.

Ángela María González Ramiro tenía dos años y medio cuando sucedió todo. Quizá sea demasiado duro hacer caer en la cuenta de que 23 de los 26 niños que murieron en este centro de acogida eran menores de tres años, a pesar de lo cual Ángela sobrevivió. Parece por tanto seguro que estos pequeños tenían sus dormitorios en la parte más dañada del edificio, es decir, la planta superior del ala noroeste, que desapareció casi por completo.



Cubierta de escombros, pero lejos de perder la consciencia, Ángela miraba hacia el exterior aterrorizada y sin comprender, observando que unos hombres se acercaban a ellos y empezaban también a llegar camiones que se movían con dificultad por la calle Tolosa Latour. El impacto físico del estallido y de los cascotes le dejó como recuerdo dos cavernas en el pulmón, pero el impacto emocional fue aún más profundo. Las imágenes que su mirada, desde la perspectiva de una víctima, captó aquella noche, se quedó grabada para siempre en su retina y no ha dejado de reproducirse continuamente a lo largo de su existencia.

Recientemente tuve la oportunidad de entrevistarme con ella. En ese encuentro comenzó a relatarme su historia, tranquila y hasta risueña, para adentrarse de nuevo poco a poco en la narración de cómo esos hombres extraños ya están cerca y empiezan a descender a donde están ellos por medio de cuerdas y escaleras de mano, levantando trozos de madera y pared hasta ir sacando en brazos a los pequeños uno a uno, muchos de ellos sin vida, mientras ella aguardaba pacientemente su turno.


Después de leer el artículo “Los niños de la Explosión” ese trasiego de imágenes volvió a rebobinarse hasta el principio y comenzó de nuevo la proyección. Con la colaboración de su buen amigo Manuel Rey se decidió a desgranar por primera vez sobre el papel ese emotivo recuerdo que, dado el valor y el carácter de su testimonio, reproducimos a continuación en su integridad tal como surgió de su voz y de la pluma del señor Rey.

“Soy una de las niñas de la explosión y una de las niñas de la Casa Cuna de Cádiz. Nací el 21 de enero de 1945 y mi madre, viuda y sin recursos, me ingresó en la institución. El 18 de agosto de 1947, el día de la explosión, yo estaba durmiendo en el dormitorio de la Casa Cuna. Han pasado muchos años, yo sólo tenía dos años y medio, y, sin embargo, en mi recuerdo pasan una sucesión rápida de imágenes confusas y sensaciones en las que siento escalofríos: un ruido atronador, techos desplomados, boquetes en el cielo, gritos, caos, hombres con sombreros extraños  que sacan niños, camiones y sobre todo mucho miedo.



En esa película rápida, grabada en algún recoveco de mi subconsciente, me siento espectadora y no protagonista. Desde el lugar en que estoy veo a niños que son sacados y yo permanezco inmóvil. Fui rescatada al día siguiente por un consumista. Durante años vi a ese hombre montado en su bicicleta y que todavía yo adolescente recordaba haberme salvado. Hace más de cuarenta años que no sé nada de este hombre y, sin embargo, tiene un papel muy importante en mi vida.

La noche de la explosión mi madre recorrió hospitales y no me encontraba. Hoy ya no está conmigo y siento el sufrimiento convertido en angustia que debió pasar sin encontrarme. Creo que en ella se personifican miles de personas que en aquella noche de terror buscaban a sus seres queridos. Unas los encontraron y otras no. 

En cualquier caso, aquella noche marcó para siempre muchas vidas. Desconozco el tiempo que estuve en el hospital. Mi madre siempre me contó que dejé de hablar, vivía aislada y repetía como autómata las canciones que me enseñaron en la Casa Cuna, mientras me movía de forma rítmica. Entré en un mutismo que duró mucho tiempo. Al salir del hospital mi madre volvió a casarse y ya pude estar con ella. A lo largo de algunos años seguí teniendo secuelas y estuve en tratamiento médico. Tengo dos cavernas en el pulmón, ya totalmente curadas, pero testigos de la noche del 18 de agosto de 1947.

Todavía hoy me pregunto: ¿Por qué me salvé? ¿Se formó alguna cámara de aire tras el derrumbe del dormitorio? ¿Me protegió la cuna? Nunca lo he sabido y nunca lo sabré.


Para el segundo jefe de la base, Rafael Benavente, la noche de la explosión de 1947 fue terrible ya que perdió a sus cuatro hijos pese a su desesperado intento de encontrarlos con vida. Más.

Cuando tuvo lugar la inauguración del monumento a las víctimas en San Severiano, hace unos años, yo estuve en el acto. Estuve anónima y escondida entre la muchedumbre. Tenía que estar. Yo podía estar, a pesar de mis escalofríos y mi piel en carne de gallina; otros no tuvieron esa oportunidad. La muerte no dio ninguna posibilidad a los niños que quedaron para siempre inscritos en una fría hoja de papel. En Cádiz, durante años se ejercitó una cultura del no recuerdo, de amnesia ante lo que había ocurrido. Hoy la explosión no significa nada para las nuevas generaciones y muchos mayores la han olvidado. Las víctimas, no.

Ocurrió hace casi sesenta años, he tenido una vida normal, me he casado y he tenido un hijo. Ahora soy abuela y, sin embargo, la noche más larga de mi vida sigue estando presente en mis vivencias y sensaciones y me acompañará hasta el último día de mi existencia. Los pobres y los niños son siempre las principales víctimas de la historia. Son los sufrientes preferidos de cualquier tragedia, el tributo necesario para el dolor. Nosotros, los niños de la explosión, éramos las dos cosas: niños y pobres”.





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