El Diccionario de la lengua española la describe en su octava definición como: “Distinción y categoría”. En otras definiciones se la describe con tres particularidades por la que se distingue a la persona; saber estar, saber hablar y saber actuar. Llegados a este punto, cabría decir que con estos ingredientes podemos desarrollar nuestro propósito sea cual sea, dentro de un margen en el que la libertad de expresión es respetada recíprocamente.
Sabemos nuestro propósito y cuál es nuestra meta. Por tanto, sabemos que, aunque no estemos donde realmente queremos, desde un principio, estamos donde queremos, desde el momento en el que nos ubicamos mentalmente y nos concienciamos de que debemos “estar” el tiempo estrictamente necesario.
Sabemos que podemos articular nuestro lenguaje con la fluidez que nos caracteriza y nuestro dialecto sin adornos, según nuestra personalidad. Estando perfectamente seguros de que son las palabras adecuadas al momento elegido y adaptándolas al lugar sin que haya interferencias por parte de terceros. Y, evitando que estas impidan el que nos expresemos en los términos que consideramos son los adecuados para nuestro propósito.
La sobreactuación no está descartada, siempre que no caigamos en la fácil trampa de la calumnia, pues la verdad debe ser una regla indispensable que forme parte de nuestros argumentos. La expresividad por la que nos caracterizamos embellece y decora nuestras formas.
Con esto, nuestra expresividad, nuestro diálogo, idioma y personalidad, se desarrollarían sin que hayamos infringido ninguna regla, norma, conducta o ley. El resultado queda relegado al tamiz de estos tres pilares.
Nuestra elegancia y “clase” para designar, comentar, calificar, etc “embadurnada” de tan decoroso ungüento, hace que ilustres personas doctas en el don del buen verbo, aplaudan nuestro embellecedor decoro con el que incluso, manifestar pareceres u opiniones con los que el contrario pueda darse por ofendido u dolido.
El exquisito “glamour” con el que clavar el aguijón del verbo salpicado de un aliento fresco y dulce sin mancha e inmaculado, hace de la odisea toda una tentación semejante a la que nos invita a degustar un rico manjar.
Nuestra conducta queda relegada al juicio justo de quienes laboran artesanalmente la palabra decorándola y embelleciéndola para que su sabor no sea agridulce, ni mal oliente, ni despreciable; sino brillante, original e impoluto, mientras destrozamos las entrañas de quienes esperan el golpe; la sangre; la amenaza o la ira.
La calma y la templanza del verbo rebosante de conocimiento y sabiduría que “aniquila” sin dejar huella o salpicadura, solo puede ser equiparable a ese dardo invisible y silencioso que hace diana, impulsado por una suave brisa hacia su objetivo.
Los indefensos receptores de tan inusual forma de acoso moral, por medio del cual, claudicar ante un supuesto enemigo armado con señales punzantes e invisibles, permanecen absortos cual si presenciaran una lluvia de perséidas, quedando a la espera de un cambio de táctica, por parte del contrario, más ortodoxa, más vulgar y sanguinaria.
La regla no lo permite. Y el artesano de la palabra confeccionará su red con la misma aguja hasta el final. Impidiendo que su disciplina sea mancillada, menospreciada e infravalorada porque esta posee las propiedades más afortunadas.
Anónimo.
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