La sombra se ha dormido en la pradera.
Los manantiales cantan.
Frente al ancho crepúsculo de invierno
mi corazón soñaba.
¿Quién pudiera entender los manantiales,
el secreto del agua
recién nacida, ese cantar oculto
a todas las miradas
del espíritu, dulce melodía
más allá de las almas...?
Luchando bajo el peso de la sombra,
un manantial cantaba.
Yo me acerqué para escuchar su canto,
pero mi corazón no entiende nada.
Era un brotar de estrellas invisibles
sobre la hierba casta,
nacimiento del Verbo de la tierra
por un sexo sin mancha.
Mi chopo centenario de la vega
sus hojas meneaba,
y eran hojas trémulas de ocaso
como estrellas de plata.
El resumen de un cielo de verano
era el gran chopo. Mansas
y turbias de penumbra yo sentía
las canciones del agua.
¿Qué alfabeto de auroras ha compuesto
sus oscuras palabras?
¿Qué labios las pronuncian? ¿Y qué dicen
a la estrella lejana?
¡Mi corazón es malo, Señor! Siento en mi carne
la implacable brasa
del pecado. Mis mares interiores
se quedaron sin playas.
Tu faro se apagó. ¡Ya los alumbra
mi corazón de llamas!
Pero el negro secreto de la noche
y el secreto del agua
¿son misterios tan sólo para el ojo
de la conciencia humana?
¿La niebla del misterio no estremece
el árbol, el insecto y la montaña?
¿El terror de las sombras no lo sienten
las piedras y las plantas?
¿Es sonido tan sólo esta voz mía?
¿Y el casto manantial no dice nada?
Mas yo siento en el agua
algo que me estremece..., como un aire
que agita los ramajes de mi alma.
¡Sé árbol! (Dijo una voz en la distancia.)
Y hubo un torrente de luceros
sobre el cielo sin mancha.
Yo me incrusté en el chopo centenario
con tristeza y con ansia.
Cual Dafne varonil que huye miedosa
de un Apolo de sombra y de nostalgia.
Mi espíritu fundiose con las hojas
y fue mi sangre savia.
En untuosa resina convirtiose
la fuente de mis lágrimas.
El corazón se fue con las raíces,
y mi pasión humana,
haciendo heridas en la ruda carne,
fugaz me abandonaba.
Frente al ancho crepúsculo de invierno
yo torcía las ramas
gozando de los ritmos ignorados
entre la brisa helada.
Sentí sobre mis brazos dulces nidos,
acariciar de alas,
y sentí mil abejas campesinas
que en mis dedos zumbaban.
¡Tenía una colmena de oro vivo
en las viejas entrañas!
El paisaje y la tierra se perdieron,
sólo el cielo quedaba,
y escuché el débil ruido de los astros
y el respirar de las montañas.
¿No podrán comprender mis dulces hojas
el secreto del agua?
¿Llegarán mis raíces a los reinos
donde nace y se cuaja?
Incliné mis ramajes hacia el cielo
que las ondas copiaban,
mojé las hojas en el cristalino
diamante azul que canta,
y sentí borbotar los manantiales
como de humano yo los escuchara.
Era el mismo fluir lleno de música
y de ciencia ignorada.
Al levantar mis brazos gigantescos
frente al azul, estaba
lleno de niebla espesa, de rocío
y de luz marchitada.
Tuve la gran tristeza vegetal,
el amor a las alas.
Para poder lanzarse con los vientos
a las estrellas blancas.
Pero mi corazón en las raíces
triste me murmuraba:
"Si no comprendes a los manantiales,
¡muere y troncha tus ramas"!
¡Señor, arráncame del suelo! ¡Dame oídos
que entiendan a las aguas!
Dame una voz que por amor arranque
su secreto a las ondas encantadas,
para encender su faro sólo pido
aceite de palabras.
"Sé ruiseñor!", dice una voz perdida
en la muerta distancia,
y un torrente de cálidos luceros
brotó del seno que la noche guarda.
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