LA ZONA PÚBLICA : Último adiós a Tony Nicklinson


Tan sólo una semana después de perder su última batalla ante la justicia para que se le reconociera el el derecho a una muerte digna, el británico Tony Nicklinson, un hombre de 58 años paralizado de cuello para abajo desde hacía siete años, falleció el 22 de agosto de 2012 en su casa de Wiltshire por “causas naturales”. 


La policía de Wiltshire, su condado de residencia en Inglaterra, parecia no cuestionar el dictamen médico de deceso por neumonía, puesto que declinó la apertura de una investigación.

Nicklinson llevaba siete días rechazando cualquier tipo de alimentación cuando le sobrevino la muerte, o el final de lo que él mismo calificó de “una pesadilla en vida”, a las 10 de la mañana (hora local). Tomó esa decisión tras conocer la sentencia de la High Court (Alto Tribunal) en la que tres jueces estimaban que no les correspondía a ellos modificar la legislación según la cual “la eutanasia voluntaria equivale a un asesinato”. 




Aquel día lloró ante las cámaras y denunció la “cobardía” de una justicia que persigue a los médicos y familiares dispuestos a ayudar a morir a un paciente terminal, aunque en la práctica ello no siempre sea así.

“Temo por el futuro y por las miserias que me acarreará”, explicó a través de la pizarra electrónica que se había convertido en su medio de comunicación con el mundo desde que un ataque de apoplejía le dejara sin habla y paralizada casi todo su cuerpo en 2005. 





Un año antes de que Nicklinson sufriera aquel infarto cerebral durante un viaje de trabajo en Atenas, ya había firmado una directiva a través de la cual rechazaba cualquier tipo de tratamiento de apoyo en el supuesto de convertirse en un enfermo terminal. La enfermedad que le sobrevino meses después recibe un nombre bien gráfico en inglés: ”the locked-in syndrome”, esto es, el síndrome del cautiverio.

Desde siempre defensor del derecho a decidir sobre la propia vida, ya presa de ese síndrome se erigió en un activista para exigir el cambio de la legislación vigente con la ayuda de sus familiares y allegados. 



La prensa británica estuvo difundiendo en los últimos meses reportajes con fotografías y relatos sobre el hombre que fue (sano y activo), en contraste con el enfermo sin esperanza en que se había convertido. 




Su rostro era, por tanto, familiar entre el público británico –muy dividido sobre el derecho o no a una muerte digna- cuando fue anunciado su fallecimiento a las dos horas de producirse.

Tony Nicklinson presentó su caso ante la justicia en 2010, meses después de que la también inglesa Debbie Purdy aquejada de esclerosis múltiple, consiguiera que la Cámara de los Lores (última instancia judicial en el Reino Unido) le dieran la razón en una primera batalla legal contra el gobierno.


 

Confinada a una silla de ruedas, Purdy exigía que se clarificase si su marido sería procesado en el supuesto de que la ayudara a desplazarse a una clínica de Suiza para poner fin a su vida considerado el momento. 







La sentencia avaló su demanda y forzó a la fiscalía a modificar ciertas normas sobre el suicidio asistido, aunque sólo para que fueran más nítidas y no hasta el punto de descartar la penalización de aquellos que ayuden al enfermo a ejecutar la eutanasia.

Nicklinson luchaba en los tribunales para intentar revertir esa situación. Temía que se presentaran cargos contras sus allegados si le asistían en su empeño de morir, porque, a diferencia de Debbie Purdy (todavía hoy dotada de la capacidad para desplazarse en avión a Zurich), él carecía de toda movilidad para acabar con una vida “ insípida, miserable, denigrante, indigna e intolerable”.









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