La memoria arrastra y ejecuta por sí sola, todo aquello que encuentra por el camino, hasta lo más recóndito de la mente que busca y selecciona para quedarse con lo más sensato, sano, natural o perjudicial, según se mire.
No debemos dejarla demasiado tiempo a su libre albedrío, porque podría volverse en nuestra contra.
Por lo que, como el buen vino, es conveniente saborearla y, ¿porqué no?, también permitir que los demás la compartan y la conozcan, puesto que, lo que encierra en sí, es historia. No importa qué clase de historia, eso es lo de menos.
No debiéramos ser tan selectivos con ella y con lo que de ella podemos obtener, porque hasta de lo más agrio para algunos, podemos sacar un ápice de dulzor para otros, si con ello aportamos esperanza o tranquilidad. Y lo que es más importante; conocimiento.
Es ahí, donde se produce el colapso de la memoria. Cuando la información que aporta, entra a formar parte de un círculo vicioso y político, es cuando empieza a contaminarse por sí misma o a contaminar a quienes no perciben el verdadero contexto de la misma, pues su fin no es otro que el de aportar información.
Una información que es tan valiosa que sin ella, podemos crear verdaderos monstruos que ocupen el lugar de la memoria que hace que los hombres sean precavidos y prudentes ante su ignorancia y sus propios fallos históricos.
El último pistolero habita en cada pueblo hasta que su vida se extingue como la pequeña llama de una vela. Duerme sus últimas noches esperando a la siguiente que no sabe si será la definitiva.
Duerme, pero repasa su memoria y, mientras lo hace, escribe la memoria de los que formaron parte de la suya, porque en el fondo, él sabe que sus manos están manchadas de sangre, y el dedo que apretó aquel gatillo sigue en su sitio, no se ha caído, ni se ha anquilosado, pero él sabe que no lo volverá a hacer, pero tampoco a justificarlo, porque su memoria está escrita en la piedra de su conciencia. Esa, que se revela a dormir con pesadumbre.
En cada pueblo, en cada Aldea, en cada rincón sólo o acompañado, descansa el último pistolero que guarda aún el olor de la pólvora entre sus uñas y el olor de su uniforme.
En sus oídos, el chirriar de cada fusil y el impacto de la bala en una noche de Luna llena en un descampado cualquiera, en la tapia del Cementerio, en una escombrera.
En sus oídos, el crepitar de la lluvia y el chapoteo de las botas en el barro, de los que marchan hasta el Cadalso después de que, de un culatazo, sean arrojados al suelo tras bajar de aquel desvencijado camión conducido por un Guardia Civil.
El último pistolero ya no tiene ideales, no los necesita. Contempla lo que ha traído al mundo o lo que no ha traído, porque sabe que de ello, dependen sus últimos días, pero no le luce el sol lo mismo que al resto.
No le encuentra ese fulgor que ve la gente con la que aún tiene que sobrevivir. Lamento no poder acercarme a él y preguntarle por su estado físico y mental. Lamento no poder siquiera, ni acercarme a su casa y entrevistarlo, no como periodista, ni como vecino siquiera, sino como víctima de un daño colateral que ha dejado bajo mis pies un barro rojo y oscuro.
Él no sabe que hay aún muchos otros “últimos” pistoleros cerca de su pueblo o ciudad o Aldea, o, incluso justo encima de él. Ni siquiera sabe que en el ascensor esta mañana, había tres juntos, y ni siquiera se conocían.
Todos tenían algo en común; la conciencia de ser el último, el que queda, porque a su alrededor no queda ninguno con quien compartir la carga. Una carga pesada para algunos, ligera para otros y, hasta satisfactoria para unos cuantos convencidos de que hicieron lo justo; limpiar de sangre sucia una España infectada con el más letal de los Virus. Un Virus que hacía a los hombres libres, pero que les dio la más absoluta de las libertades; la libertad eterna.
A ella fueron conducidos como ganado al Matadero. A ella fueron conducidos sin despedidas y con sabor a lágrimas. En sus últimos minutos, todos podrían haber tenido la misma visión en sus pupilas rojas de terror, como ellos, un niño que llora, una madre que lo abraza, o una madre que se despide con la mano queriendo sujetar sin conseguirlo hasta que vuelva, que no volvió.
El último pistolero no juega al Dominó en el Hogar del Pensionista, pasea poco y no disfruta de muchos viajes del Inserso. El de mi esquina, ni siquiera lee el Periódico, pero oye la Radio. Lo más asombroso aún es que, ni siquiera se medique.
Molesta poco a la Sanidad Pública o en su caso, es su hija la que no lo hace, pues es ella, casi siempre, la que acude a la Farmacia.
Sus achaques suelen ser a nivel Cardiovascular, lo típico. Suele sentir como la sangre sube a borbotones cuando ve u oye algo que le corroe por dentro y que no casa con su dedo (el que apretaba el gatillo).
Las noches frías que recuerda como Safaris, no le hacen estremecerse aún del todo cuando resuena en su sien el disparo, y después el siguiente y la sangre salpica en la pared de aquel Cementerio lleno de desconchones.
El tiro de gracia, se lo dejaban a él. Yo sigo aún día a día, al igual que él, escuchando los pasos de los ajusticiados hacia el Paredón, pero se me entremezclan con los de ese último pistolero que, a cien metros de mi, duerme o pasea por su habitación en zapatillas con paso torpe y cansado y, del que sólo me queda esperar un tañido de campana que dice que alguien ha muerto.
Entonces, habré perdido un trozo de memoria; esa que no pude arrancarle antes de irse, porque había algo que se interponía entre nosotros…
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