Memorias de un pueblo: LA BASTARDA



La bastarda bajó del taxi en una calurosa tarde de un mes de agosto sin esperar que nadie viniese a recibirla.

No había avisado. Lo único que le quedaba por aquel tiempo era un hijo que prefirió quedarse en el pueblo, pues tenía su vida allí. Ella nunca supo porqué prefirió aquello y no lo que ella siempre le había ofrecido; salir fuera.

Pero el niño que salió varón, prefería estar lejos de la “mano negra” de la bastarda. En el fondo el sobrenombre de la bastarda se lo podría haber puesto él, perfectamente. Pero no fue él. Sino un tio suyo que residía en Barcelona.

El niño prefirió no sufrir a causa de tantas heridas como la bastarda había provocado en todo aquello que había “tocado” con su mano negra.

Primero se dedicó al estraperlo. Después se inmiscuyo en el mundo de lo espiritual, hasta que llegó la hora de “Avon llama”. Otra de las múltiples dedicaciones a las que la bastarda tuvo acceso.



Seria muy largo de detallarlas todas. Pero baste con decir que de todas debía sacar “tajada”. Esa era la regla numero uno.

Antes, cuando su marido vivía y gozaban de una falsa estabilidad en todos los sentidos. Su esposo, que en gloria esté, participó afanosamente de las correrías que compartieron hasta que les fue peor en todo. En lo sentimental, en lo económico, en todo.

Los hijos crecieron mirando “el celeste”, en una nube de tinieblas que mas bien no los llevó por el mal camino, pero si por el camino equivocado. Y el camino equivocado podría ser el camino de la infelicidad, por ejemplo.

Y de todo ello si alguien tenía que rendir cuentas, era la bastarda, o sea, su madre.

Porque sus hijos eran naturales. Su esposo, que en paz descanse, tenía alguno que otro “perdido” por ahí, como se solía decir en el pueblo, con una “secretaria fina”.

Ella siempre lo supo, pero nunca llegó a conocer a lo que había nacido a sus espaldas. Tenia entendido que era una niña, ya mujer que por supuesto, no sabría nada de esta historia.

Al igual que otra niña ya mujer, que también desconocería que, ella era su abuela. Pues era fruto de una aventura del hijo de la bastarda con una vecina de la adolescencia que, en una cana al aire, eligió al hijo de esta para desfogarse en las tardes de verano mientras su esposo jugaba a las cartas.

La historia se repetía.


Al igual que su padre que en paz descanse. El hijo de la bastarda también quiso su parte en el pastel. Y tener su propia experiencia en aquello de las descendencias “extramatrimoniales”.

Esto último no lo ignoraba la bastarda. Sabía que tenía una nieta con su sangre en algún lugar del que nunca iba a tener noticias. Lo que nunca se supo fue si, el hijo llegó a confesarse alguna vez, a cerca de su paternidad.

Fue bastante rocambolesca. Pues la madre de la criatura al saberse en estado de buena esperanza, se presentó en la casa paterna del supuesto padre para comunicarle la buena nueva. El supuesto padre, sin pensárselo dos veces, pidió ayuda materna, pero fue en balde, pues este quería zafarse a costa de lo que fuera, de dicha carga. Algo que le costó un buen mechón de pelo. Pues la enfurecida futura madre infiel, lo despachó a su gusto dejándole varias magulladuras, mordiscos y arañazos, que sin lugar a dudas no habrá olvidado.


Sin ir más lejos, la bastarda no tenía un árbol genealógico menos descarrilado que digamos. Su verdadero padre según ella, era un militar sin escrúpulos de los que no dudaban en rematar a la victima por las cunetas en el 36.

Ella siempre creyó que ese fue su verdadero padre hasta cierto día.

El que ella creyó toda la vida que había sido su padre nunca tuvo descendencia, pues de haberla tenido, no hubiera sido por sus meritos propios, sino por el merito ajeno. Y en este caso, no se dieron infidelidades.

El verdadero padre de la bastarda había sido un Don Juan de los de "aquí te pillo y aquí te mato". Contentando a sus amantes con lo que encumbran los Don Juanes a las mujeres románticas. Buenas palabritas, una cenita, un pisito y amor del que sobrara de la noche anterior. Porque la flor de la que comía néctar la noche antes, ignoraba los desmanes del aguijón de su amado para con la siguiente.

El susodicho amante de mamá era un señoríto elegante del que aún habría fotos por los ajuares en paradero desconocido que no sabemos si la bastarda conservaría, o pasaron a mejor vida.


Lo cierto es que su verdadero padre también podía presumir de tener la semillita bien dispersada por los jardines floridos de la comarca. Claro que, ella esto siempre lo ignoró. Hasta que llegó quien se encargara de comunicárselo. Aunque fuera a sus sesenta y tantos y con una memoria conservada, pero ajena a algunos detalles.


El pueblo estaba solitario. Nadie hubiera resistido andar por la calle a aquellas horas en la que a ella se le había ocurrido presentarse a aquel apeadero. Tampoco pretendía que nadie viniese a esperarla. Mas bien hubiera preferido que no. Era mejor así. Por esa regla de tres, y visto lo visto. A la bastarda no le hubieran faltado ni bocas, ni mejillas que besar en una bienvenida. Pues se deduce por tanto que, con una ramificación familiar tan nutrida, no iba a faltar donde escoger.

Pero eso estaba muy lejos de ocurrir. En el pueblo conservaba multitud de primos, sobrinos, tías.

Digamos que su familia era una de las más extensas de la localidad. Pero ella no estaba ahora para pensar en toda aquella sangre que parecía estar escondida en el centro de la tierra. Y de la que de momento prefería no oír ni hablar.

Era un contacto tan perdido que creía que era casi imposible recuperar. Y hasta absurdo. Pues ella siempre creyó en el fondo, que sus raíces pertenecían a otro lado, a otra especie, a otra clase distinta de sociedad. Una sociedad burguesa y principesca, con títulos no se sabe de qué, pero de algo. Algo que ella en el fondo intuía que era lo que ella añoró siempre. Honor de grandes señoras. Pero no. No se trataba precisamente de una gran señora.

Vista desde lejos. Se diría una turista perdida en un perdido pueblito del sur. Que callejeaba en una calurosa tarde de verano en busca de una tasca donde un refresco la calmara la sed. De visita a ver la familia o los monumentos.


Y no era ese el caso. En parte no. Ella seguía confiando en el maquillaje, la peluquería y los vaqueros para espantar al tiempo y que no la devorase de pronto, sino poco a poco. Por eso, al oír el ruido de los pasos de sus zapatos de tacón alto, en aquel silencio de la tarde, mientras el sol le daba por la espalda y reflejaba su rechoncha sombra sobre el asfalto de la calle, pensaba en otro tiempo.

Cuando salió de aquel pueblito dispuesta a comerse el mundo con un nuevo supuesto amor. Con el que dejaría atrás todo, incluido hijos. Y por supuesto marido.

Para volver a ser una mujer como ella se merecía. O como ella pretendía. Pues nunca le habían dado la oportunidad de serlo. Su avaricia destrozó todo lo que tocó a su paso. Su soberbia aniquiló lo poco que tenia como futuro. Y lo poco que tenia era una familia convencida de que aquello no era una farsa, sino que era una familia autentica. Pero el ignorar el pasado confunde la ruta del viajero. Que puede volver a repetir la ruta equivocada. Por donde antes pasaron otros equivocando el destino.

Y el destino de su familia era repetir la historia desde el principio. El desmembramiento de los hijos, de los amores, de las ilusiones. Jamás pensó que ella fuera la culpable.

Pero si que se lo planteó. Mas de una vez pensó en como habría sido su vida, si alguien en algún lugar, la hubiese reconocido como hija. Y le hubiera dado sus apellidos. Quizás no hubiera sido esa mujer fracasada y cansada que era ahora. A sus sesenta y tantos.


En el fondo nunca había estado de acuerdo con los caminos que habían tomado las vidas de sus hijos. Porque precisamente, muchos no los habían elegido ellos. Les vino impuesto por el tiempo y las circunstancias a las que ella los había expuesto egoístamente.

Nunca sabría realmente el dolor que había causado en el fondo, a sus hijos. Ni el daño que irreparable ya, se escondía en el fondo de sus miradas como si de un rencor guardado se tratase. Sentía miedo de ellos. Porque en el fondo era consciente de su maldad como madre y como ser humano. Se horrorizaba al verse pensar aquellas cosas.

Nunca sintió remordimiento alguno por el dolor que hubiera causado a ninguno de ellos. Pues en aquellos momentos no era consciente. Y si lo era. No era el momento de ocuparse de eso. ¿Acaso no estaba ella antes?

Su hija por suerte, no había salido muy perjudicada que digamos. Al final, eligió una vida con un fondo muy parecido al suyo.

Eligió a un hombre casado, al igual que ella, para desligarse de los fantasmas del pasado. Y se encontraba felizmente casada. Todo lo contrario a su madre. Que en el fondo siempre la envidió, como si ese tipo de envidia, fuese aplicable a una hija. A la cual vio en muchas ocasiones como su enemiga. Hasta el punto de que en una ocasión la había arrojado a la calle por pasearse en sujetador delante de su amante, con el que luego la bastarda se casaría en segundas nupcias.


Y siguió su camino. Traía la dirección apuntada en una pequeña libreta. No sabía si le faltaba mucho o poco para llegar a averiguar lo que realmente la había traído hasta el pueblo.

Desde aquel día en que salió del pueblo, después de que su marido, que en paz descanse, le pusiera las maletas en el zaguán para que se fuera con su mejor amigo. No había tenido la oportunidad de pasear tanto tiempo por el pueblo. Pues aquel día recorrió varias calles antes de dejarlo atrás como un recuerdo. Y luego fueron visitas esporádicas y amargas a casa del hijo del pueblo.

Por supuesto, no habia ido a visitar la tumba del padre de sus hijos cuyas cenizas reposaban en un rincon del cementerio, modesto y desapercibido.

Pero por mucha satisfacción que sintiera al pensar que él estaba allí, y de allí no podia salir, estaba equivocada. Los muertos siempre están; en la mente de los vivos. Mientras duermen, comen, sueñan...Son algo que forma parte de nuestro inconsciente. O quizás, estén en nuestro inconsciente. Y ese sea su purgatorio, su cielo o su infierno. Desde luego, estar en el inconsciente de aquella mujer, seria el infierno.

En el fondo lo único que le ocurría, era que no quería reconocer que, lo que realmente sentía por su hijo era lastima. Y lastima por ella. Por no haber podido ganarse su amor. Puesto que él siempre fue el paño de lagrimas de su padre. Y ella siempre lo vió como un príncipe sin trono y sin princesa.

Tampoco era de su agrado aquella nuera "fofa" con la que se había casado. Pero prefería no decir nada. A ella no le estaba permitido. Y mucho menos a ella, opinar sobre asuntos como esos. De los que ella nunca ha obtenido certificación autentica, porque su vida ha- bia sido un "despeñadero de cabras", del que nunca se sabia cuando te ibas a caer. Aunque subir, siempre se subía.

Miró la dirección por última vez. Traspasó la entrada. Y allí la esperaba un amplio zaguán adornado con múltiples macetones de helechos y palmeras. Dándole a la entrada un aire señorial. Ese con el que ella siempre había soñado. Se trataba de su contacto en el pueblo. El hombre con el que se había puesto en contacto hacia unas semanas. Y que le había estado comentando algo, a cerca de una herencia, unos papeles. Y un nombre que ella no reconocía. Y que según este hombre, era el nombre de su verdadero padre. Ahora había muerto. Y su sobrino se había puesto en contacto con ella para aclarar unas cuantas de dudas. Dudas que si no se solventaban, podrían confundir a los herederos del muerto. Pues la cosa no estaba clara.


Aquel joven con pinta de banquero, le comunicó que en el testamento de su tio, aparecía ella. No le dejaba nada. Solo la mencionaba. Y la confesión se hallaba en un sobre cerrado que contenia una carta que solo podria leer ella.

Se le aclaró que, según especificaba la carta, el le hacia una serie de confesiones referente a cuestiones familiares que ella desconocía.

Para que nadie se llamara a engaño. El difunto había dejado algunas indicaciones para que la destinataria, antes de abrir la carta, tuviera una pequeña noción de lo que quería decirle. Pues nadie sabia exactamente como iba a reaccionar aquella mujer venida de la capital cuando se encontrara con aquella papeleta.

Ni que decir tiene que a ella se le aflojaron las piernas cuando comprobó que, lo que venia a recoger era un sobre.

Lo que sí sabía era lo del testamento. Pues aquel chico ya le había adelantado algo por teléfono. Pero no contaba con más información como para venir prevenida ni para lo bueno, ni para lo malo. Aunque en el fondo se mentiría a ella misma si se dijese que, no albergaba un poco de esperanza. Pues de las andanzas de mamá, que en paz descanse, se podía esperar de todo. Mamá siempre fue la “flamenca” de la familia.

Inmediatamente pensó en uno de tantos amantes de mamá. De esos que a escondidas la hacían abortar en una habitación oscura de cualquier señoríto cómplice en las aventuras del Don Juan que bajo llave, ocultaban sus tropelías.


No esperó ni un minuto. No resistió la falta de riego en sus piernas. Tuvo que sentarse. Y con voz altiva, dijo que la leería allí mismo. Y en ese mismo momento. Que aquella broma de mal gusto, no podía esperar mas en ser aclarada.

Efectivamente. Aquel hombre era su padre. Para eso le daba nombres, fechas, lugares. Todo. Incluso el día en que nació ella. El lugar y el porqué nunca la reconoció. Porque lo de él con su madre, tenia que ser algo oculto. Él estaba casado. Pero a la vez compartía el amor de su madre con una tía de la bastarda. Por lo que si su romance con su madre hubiera salido a la luz, hubiera perjudicado a su madre y a ella. Su familia, o sea, la de su madre, se hubiera vuelto en contra de ella. Por lo que decidió pagarle el daño, ayudando a que a ella de pequeña, no le faltara de nada. Pues él había estado siempre a la sombra, velando por su bienestar. Y su amada, queriéndole en silencio cuando los encuentros ya no podían ser encuentros. Pues ni el tiempo, ni los años acompañaban. Era muy poca la información que contenía aquella carta, que a ella la pudiera satisfacer como para no enfurecerla. Pero llegado ese punto, creía que debía pensar en que, lo mejor era aceptarlo como padre aunque estuviera muerto. Pero maldecirlo también. Por no haber sido más generoso.

Aunque, ¿no lo había sido ya?

Después. Aquel chico sobrino del difunto, le había comentado que, su tio había dejado una fortuna, pero en deudas. Y que se alegraba de que ella no hubiera tenido una parte. Pues con lo que tenían ellos, en ese momento por delante sobraba. Para qué más gente endeudada. Que para eso siempre había tiempo.

Para que no pensase que la estaba engañando, le mostró toda la documentación. Que ella asintiendo con la cabeza, aprobaba en todo momento.

Salió de allí que no veía el suelo. No sabía si lo que tenía eran ganas de gritar, de llorar o de correr.

Se iba por donde vino. Su segundo marido, acababa de dejarla sin nada. A excepción de un buen pellizco que había sabido aprovechar. Pero no lo suficiente como para dejarla satisfecha.

Esto la hubiera dejado con mejor sabor de boca después de lo de su exmarido. Hubiera tapado el mal sabor que aún tenia desde que el muy sinvergüenza se fuera con una secretaria de veinte años, pues esperaba un hijo.

Lamentablemente seguía haciendo el mismo calor que cuando llego al pueblo. Claro, solo habían transcurrido tres horas.

Sacó el sobre por última vez del bolso. Y tanteó algo, aparte de la carta. Era una foto donde su madre y aquel señor se fundían en un abrazo que para la foto era el ideal. Era en blanco y negro y podía tener muy bien una antigüedad de unos setenta años. Estaba bien conservada. Pero necesitaba muchos millones de años más para que aquella foto tuviese valor real. Aunque no fuese un Goya, con unos pocos de millones de años, quizás hubiera podido hasta ponerle precio ella misma.

Antes de subir al taxi vió como los trocitos de papel de fotografía revoloteaban por el andén del apeadero que mezclados con las colillas y las cáscaras de los cacahuetes, parecían componer un singular cuadro entre lo surrealista y lo contemporáneo.

Un cuadro al que ni siquiera había puesto nombre.



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