La cultura política de la violencia y de la división entre vencedores y vencidos, “patriotas y traidores”, “nacionales y rojos”, se impuso en la sociedad española al menos durante dos décadas después del final de la guerra civil. Los vencidos que pudieron seguir vivos tuvieron que adaptarse a las formas de convivencia impuestas por los vencedores.
Muchos perdieron el trabajo; otros, especialmente en el mundo rural, fueron obligados a trasladarse a ciudades o pueblos diferentes. Acosados y denunciados, los militantes de las organizaciones políticas y sindicales del bando republicano llevaron la peor parte. A los menos comprometidos, muchos de ellos analfabetos, el franquismo les impuso el silencio para sobrevivir, obligándoles a tragarse su propia identidad.
Hubo quienes resistieron con armas a la dictadura, los llamados maquis o guerrilleros. Su origen estaba en los “huidos”, en aquellos que para escapar a la represión de los militares rebeldes se refugiaron en diferentes momentos de la guerra civil en las montañas de Andalucía, Asturias, León o Galicia, sabiendo que no podían volver si querían salvar la vida. La primera resistencia de esos huidos, y de todos aquellos que no aceptaron doblar la rodilla ante los vencedores, dio paso gradualmente a una lucha armada más organizada que copiaba los esquemas de resistencia antifascista ensayados en Francia contra los nazis. Aunque muchos socialistas y anarquistas lucharon en las guerrillas, sólo el PCE apoyó claramente esa vía armada.
En esa década de los cuarenta, unos siete mil maquis participaron en actividades armadas por los diferentes montes del suelo español y unos sesenta mil enlaces o colaboradores fueron a parar a las cárceles por prestar su apoyo. Si creemos a las fuentes de la Guardia Civil, 2.173 guerrilleros y trescientos miembros de las fuerzas armadas murieron en los enfrentamientos.
En esa década de los cuarenta, unos siete mil maquis participaron en actividades armadas por los diferentes montes del suelo español y unos sesenta mil enlaces o colaboradores fueron a parar a las cárceles por prestar su apoyo. Si creemos a las fuentes de la Guardia Civil, 2.173 guerrilleros y trescientos miembros de las fuerzas armadas murieron en los enfrentamientos.
Hasta el final de la Segunda Guerra Mundial hubo esperanzas. Además, bastantes de los antiguos luchadores del bando republicano, vencidos y exiliados, se enrolaron en la resistencia francesa contra el nazismo, pensando que aquella era todavía su guerra, la que acabaría con todos los tiranos, y Franco era el mayor de ellos, permitiéndoles volver a sus casas, a sus trabajos y a sus tierras.
La operación más importante en aquellos años de guerra mundial fue la invasión del Valle de Arán, en la que entre 3.500 y 4.000 hombres ocuparon varias poblaciones del Pirineo desde el 14 al 28 de octubre de 1944, hasta que Vicente López Tovar, el jefe militar de las operaciones, tuvo que ordenar la retirada, dejando un balance de unos sesenta muertos y ochocientos prisioneros.
Vicente López Tovar, militar, político y guerrillero antifranquista español.
La lucha armada rara vez conectó con los intentos clandestinos de reorganización sindical de la CNT y de la UGT y con algunas protestas obreras que, de forma espontánea y dispersa, empezaron a hacer acto de presencia desde finales de los años cuarenta en Cataluña y el País Vasco. Las quejas por los bajos salarios y por el racionamiento eran la expresión de demandas urgentes para salir de la miseria, pero tenían una dimensión política porque desafiaban a las autoridades franquistas.
Hubo ya una huelga importante, que incluyó a más de veinte mil trabajadores, en la ría bilbaína el 1 de mayo de 1947, aunque la más significativa de aquellos años fue la que comenzó en Barcelona en marzo de 1951 con el boicot a los tranvías, para protestar por la subida de tarifas. La huelga se extendió a otros sectores industriales y encontró también un amplio eco de solidaridad en Vizcaya y Guipúzcoa. En esos conflictos, y en los de los años siguientes, coincidiendo con las primeras movilizaciones estudiantiles de 1956, se vio ya que los dos sindicalismos históricos, el socialista y el anarquista, tenían desde la clandestinidad muchas dificultades para conectar con esas protestas y que los comunistas comenzaban a convertirse en la fuerza más activa de oposición a la dictadura.
Los comunistas se hicieron notar especialmente a partir de la Ley de Convenios Colectivos de 1958, una norma que en realidad intentaba canalizar esas protestas y al mismo tiempo situar la negociación por los salarios y las condiciones de trabajo bajo el control del sindicalismo vertical. Y aunque si fallaba el control, la dictadura siempre tenía a la policía y al código penal, de la introducción de la negociación colectiva emergió un sindicalismo clandestino, Comisiones Obreras, activado y orientado por grupos católicos y comunistas, que intentaba penetrar en los sindicatos franquistas, llevar a ellos a sus representantes, negociar con los patronos hasta donde las circunstancias permitieran, con paciencia, a la espera de que ese restrictivo marco oficial saltara algún día por los aires.
El movimiento de Comisiones Obreras nació con los conflictos laborales de comienzos de los años sesenta y a él se sumaron, al principio de forma espontánea, los grupos de trabajadores más activos en la lucha antifranquista.
Los representantes de Comisiones Obreras querían actuar pública y legalmente, y lo consiguieron en algunas huelgas, aunque, dado que estaban prohibidas y eran duramente reprimidas, ese nuevo sindicalismo tuvo que moverse siempre en la clandestinidad.
La forma de llegar a los obreros era proponer reivindicaciones básicas en torno a los salarios y a las condiciones de trabajo, pero entre sus grupos más combativos siempre estaban presentes reivindicaciones más políticas como la libertad sindical y el derecho a la huelga.
La forma de llegar a los obreros era proponer reivindicaciones básicas en torno a los salarios y a las condiciones de trabajo, pero entre sus grupos más combativos siempre estaban presentes reivindicaciones más políticas como la libertad sindical y el derecho a la huelga.
Exposición sobre las protestas contra la dictadura en Valencia. / TANIA CASTRO
Desde el movimiento huelguístico de 1962 en las minas de Asturias, la presencia de Comisiones Obreras fue ya indisolublemente unida a todos los conflictos laborales que se propagaron por España hasta la muerte de Franco.
Rojos eran también para Franco los profesores y estudiantes que cuestionaron los fundamentos de una universidad mediocre y represiva, los clérigos que se distanciaron de la Iglesia sumisa a la dictadura y los nacionalistas vascos y catalanes.
El número de estudiantes universitarios, que apenas pasaba de cincuenta mil en 1955, se había triplicado en 1971 y para atender a ese notable crecimiento se creó un cuerpo de profesores no numerarios (PNN), sujetos a contrato laboral, que mostraron su abierta hostilidad a los principios ideológicos y políticos del franquismo.
Rojos eran también para Franco los profesores y estudiantes que cuestionaron los fundamentos de una universidad mediocre y represiva, los clérigos que se distanciaron de la Iglesia sumisa a la dictadura y los nacionalistas vascos y catalanes.
El número de estudiantes universitarios, que apenas pasaba de cincuenta mil en 1955, se había triplicado en 1971 y para atender a ese notable crecimiento se creó un cuerpo de profesores no numerarios (PNN), sujetos a contrato laboral, que mostraron su abierta hostilidad a los principios ideológicos y políticos del franquismo.
Frente a esa disidencia, en la que confluyeron estudiantes y algunos catedráticos, la dictadura siempre recurrió a la represión, sobre todo cuando esas protestas y rebeldías encontraron sus propias formas de organización para enterrar definitivamente al inútil SEU, obligatorio en teoría para todos los estudiantes.
Franco y sus fuerzas armadas, sin embargo, no estaban dispuestos a ceder ni un gramo de su victoria en 1939. Por un lado, propagaban sus “XXV Años de Paz”, con el ministro Fraga Iribarne como principal maestro de ceremonias, y por otro, torturaban y ejecutaban todavía por supuestos crímenes cometidos en la guerra, como hicieron con el dirigente comunista Julián Grimau el 20 de abril de 1963. Unos meses después, el 17 de agosto, cuando todavía arreciaban las protestas por ese fusilamiento, los anarquistas Francisco Granados y Joaquín Delgado fueron ejecutados a garrote vil en la cárcel de Carabanchel.
Pero el control absoluto que el poder intentaba ejercer sobre los ciudadanos ya no era suficiente para evitar la movilización social contra la falta de libertades. En esos años finales de la dictadura aparecieron además conflictos y movilizaciones que se parecían mucho a los nuevos movimientos sociales presentes entonces en las fuerzas industriales de Europa y Norteamérica.
Era el momento del apogeo del movimiento estudiantil, enfrentado en España no tanto al sistema educativo como a un régimen político represor y reaccionario; de los nacionalismos periféricos, que arrastraron a una buena parte de las élites políticas y culturales; y no habría que pasar por alto otras formas de acción colectiva vinculadas al pacifismo-antimilitarismo, al feminismo, a la ecología o a los movimientos vecinales.
Guerrilleros de la UNE en Bossòst en 1944.
Justo cuando el dictador envejecía, apareció ETA (Euzkadi Ta Askatasuna, Patria Vasca y Libertad), que aunque se creó en julio de 1959, con retazos de las organizaciones juveniles del PNV, comenzó a tener resonancia desde agosto de 1968, cuando la propaganda y las bombas sin muertos dieron paso al asesinato en Irún del comisario de policía Melitón Manzanas.
Desde ese momento, el terrorismo de ETA se convirtió en un grave problema de orden público y consiguió notables logros al provocar una represión indiscriminada y la reacción frente a la dictadura de una parte importante de la población vasca. El proceso de Burgos contra dieciséis detenidos por su vinculación a ETA, en diciembre de 1970, y el asesinato de Carrero Blanco justo tres años después, acompañaron a la agonía y muerte del franquismo.
Pero Franco murió matando. Pocas semanas antes de su muerte, ordenó la ejecución de cinco supuestos terroristas. Para dejar bien claro qué tipo de dictadura había sido la suya, desde la victoria en la guerra civil hasta el último suspiro en noviembre de 1975.
TEXTO Julián Casanova | 04 de julio de 2013
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