Aun en pleno siglo XXI, en la ribera del Amazonas, decenas de niños y bebés son enterrados vivos por varias tribus indígenas. Hasta 200 clanes practican el infanticidio vendido como sacrificio en pos de la supervivencia del grupo étnico que no pueden nomadear con las taras congénitas de los niños enfermos o huérfanos. Esta es la historia de Hakani, una niña que nació por segunda vez cuando fue exhumada viva e in extremis. Damnificada de este anacronismo irracional vive el sueño de la supervivencia lejos de la familia que nunca la quiso.
Lo sobrecogedor de esta vetusta práctica es el paradójico relativismo cultural que han ido aplicando colectivos pro-indígenas y las mismas autoridades brasileñas durante décadas; soslayando el genocidio en virtud de la defensa y conservación de acervos y tradiciones indígenas, y pisoteando con ello los más elementales derechos individuales.
El debate generado ha sido siempre pobre por la falta intencionada de datos oficiales. Afortunadamente, gran variedad de reputados antropólogos y científicos independientes (como Robert Borofsky y John Fred Peters) han recabado suficiente información para ejecutar una denuncia mediática internacional. Hakani es la mayor de todas las evidencias.
Hoy en día, aproximadamente el 4% de los decesos anuales de los Waoranis, una tribu de guerreros en peligro de extinción, son debidos al infanticidio más cruel. No hay enfermedades congénitas excusables, simplemente cuando el niño ha quedado huérfano por diferentes causas es enterrado vivo en una suerte de ceremonia ritual mientras los hombres escuchan los gemidos que emergen de la tierra. (Fuente El país).
Enterrada viva mientras soñaba con un mundo mejor.
Hakani significa sonrisa. Su nombre hace justicia a una niña marcada desde su nacimiento por la desgracia y que siempre ha respondido a ella con alegría.
Pertenecía a la tribu de los Suruwaha, una etnia en peligro de extinción de la Amazonia occidental compuesta por unas 120 personas y cuyos contactos con el mundo exterior han sido tan escasos como devastadores.
En el siglo pasado un grupo de forasteros asesinaron a la mayor parte de los chamanes de la tribu acusándolos de brujería. A todos menos a uno. Lejos de defenderse, el último brujo acusó el devastador encuentro predicando, mientras se ventilaba un potente veneno, que la falta de guías espirituales sólo podía combatirse con el suicidio. A partir de ese momento el pueblo Suruwaha decidió que el suicidio era la mejor forma de tratar cualquier movimiento de ira o dolor.
Durante los dos primeros años de vida de Hakani todo parecía normal en su familia. La alegría de la niña sobresalía por encima de sus carencias hasta que, con unos 24 meses, sus padres detectaron la imposibilidad de Hakani para andar y articular palabra. Inmediatamente la presión tribal obligaba a sus padres a ejecutarla para preservar la supervivencia de un grupo incapaz de resistir lastrado por la enfermedad de la niña.
Los padres de Hakani, aterrados, tomaron por suyos el último consejo del chamán y se suicidaron, dejando a Hakani sola con sus cuatro hermanos. Fue entonces cuando la presión del infanticidio recayó en el hermano mayor de Hakani.
Su hermano Bibi la condujo al exterior de su choza y la enterró viva bajo la atenta mirada de los más ancianos. Normalmente los gritos tamizados por la capa de arena duraban un par de horas pero los de Hakani llegaron hasta el anochecer cuando su abuelo, torturado por su llanto, acudió raudo a desenterrar al infante. Sus intenciones estaban alejadas de la piedad ya que se presentó con su arco y flechas dispuesto a terminar con la vitalidad de su nieta. El abuelo disparó y erró, hiriendo a la niña en el hombro. Invadido por la culpabilidad, el abuelo tomó, de nuevo, el camino del suicidio mediante el veneno que usaba para sus flechas y así liberar con ello su atormentada conciencia.
A partir de ese momento la vida de Hakini se tornó en pesadilla. Deambulando como un paria junto a sus hermanos defenestrados por la tribu, por el infierno verde del Amazonas. Comiendo hojas, bayas e insectos, saciando su sed con agua de lluvia y sufriendo el acoso físico y sexual de sus propios hermanos.
Hakani con 5 años. Recién rescatada y a los 12 años con su familia adoptiva.
.
Con el tiempo cambió la sonrisa por un grito sordo de espanto y socorro. Tres años después, cuando Hakani contaba con 5 terribles primaveras su hermano Bibi la entregó a una pareja de misioneros de la YWAM (Marcia y Edson Suzuki) junto con el relato de los hechos y ni pizca de remordimientos. Hakani pesaba entonces 7 KG y levantaba apenas 69cm del suelo, carecía de expresiones faciales y de emociones y lloraba, presa del pánico, cuando alguien le ponía un dedo encima.
Los misioneros se hicieron cargo de la niña hasta que pudieron trasladarla a un hospital. A los 6 meses había doblado su peso y recuperado la eterna sonrisa que ya nunca abandonaría. Hoy, ya con 12 años y recuperada, vive plácidamente con el matrimonio Suzuki. La pesadilla ha terminado. Podéis ver a Hakini con su madre adoptiva aquí.
La difusión de la historia de Hakani y otros tantos niños del Amazonas ha tenido sus consecuencias. A principios de 2008 el gobierno brasileño inició la rectificación presionado por una amplia comunidad de activistas y supervivientes. El congreso aprobó en junio la LEY de MUWAJI (nombre de una mujer que se negó a enterrar vivo a su bebé). Un edicto que reconoce a los pueblos indígenas como cuidadanos del mundo y merecedores de los derechos humanos fundamentales. El problema ahora es la indulgencia en la aplicación de esta ley. Nadie se pone de acuerdo en la manera de evitar el infanticidio sin vulnerar ni perturbar los delicados ‘ecosistemas’ y tradiciones indígenas. El debate está servido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
DEJA TU COMENTARIO