La peor
suerte que nos haya tocado vivir, depende del color con el que la
miramos. Podría tener tantos tonos, que serían innumerables. Podría
tener tantas dimensiones que nos sería imposible describirla con
palabras o con gestos.
Podría materializarse en cualquier objeto, y seríamos incapaces de guardarla en ningún cajón o ni siquiera, en una maleta para llevárnosla con nosotros, porque sería imposible plegarla, encogerla, doblarla...
Sería de un color indestructible. Se presentaría con espinas o dulcemente amarga. Necesitaríamos un paladar nuevo para llevarnos a la boca sólo un pequeño bocado de ella.
La peor de esa suerte se asemeja a perder un trozo de algo tuyo, pero que no posees. Y eso es tu hijo.
No le posees, pero tu piensas lo contrario. No le llevas; te lleva él a tí. Incluso más que tú a él.
Le pierdes, pero no le pierdes. Porque te lo arrebatan, no te lo piden prestado. Ni siquiera te lo roban o te lo cambian de lugar. Le pierdes de vista, pero no de sitio. Porque el sitio está siempre ubicado en el lugar más importante de tu cerebro.
Quien puede ser el ladrón, es lo de menos. Se puede llevar su vida, su cuerpo, su mente..todo.
Tú, permanecerás detrás de la trinchera durante un tiempo incalculable, haga frío o llueva, haga viento o nieve. El centro de tus sentidos permanecerá congelado por un tiempo remoto, hasta que se apague tu último hilo de vida.
Le verás irse muriendo cogido de tu mano sudorosa. Pero, el dolor no será tan agrio como cuando no le has visto partir, porque se lo han llevado a rastras sin permiso tirando de su vida física.
Te lo han despeñado con un simple empujón o una simple zancadilla. Lo han eliminado de la faz de la tierra. No lo ha matado el hambre, ni el frío. Sino un ser humano que no eres tú.
Ha sido otro u otros. Y entonces, el dolor duele.
Nunca el dolor duele tanto. Porque es la máxima manifestación del dolor. Otro ser humano lo ha llevado a la sala de despedidas de tu mundo, donde sólo tú quisieras tener llave para hacerlo pasar.
Tu amor por ese ser, es tan egoísta y tan avasallador que no soportas que otro disfrute de ese último momento en el que otro humano, hace de juez sentenciador y apaga la llama de vida que te pertenece.
Eso es sólo lo que te pertenece. Una pequeña llama de vida con la que has encendido la suya. Y esa pequeña llama alumbra demasiado nuestra vida. Tanto, que nos dejaría ciegos.
Por eso no podemos perdonar. Nunca podríamos perdonar el que esa llama sea apagada por nadie que no seamos sus dueños ( que no lo somos ).
Pero, ¿quien decide si lo somos o no, después de contemplar la mano que la ahoga y la destruye ante nuestra vista?.
Cuando ya somos conscientes de que esa llama se ha apagado. La han destruido de la faz de la tierra y ni siquiera hemos podido alzar la mano. Entonces, se acaba nuestra visión para delimitar cierto horizonte.
Es entonces, cuando comprobamos qué es el dolor. Es entonces, cuando comprobamos si lo que nos sostiene son nuestros pies o nuestras rodillas. Y es entonces, cuando debemos decidir quién debe sostenernos realmente. Es entonces, cuando nuestro campo de visión se reduce a todos los grados posibles, pero con un único objetivo. Buscar la manera de perseguirle y darle un aliento de justicia.
Aunque esa justicia sea un soplo al viento, el dolor no se evaporará, sólo se amansará. Se permitirá cierto descanso, pero no tregua.
Es nuestra última conclusión. El único dolor que duele realmente es el que te envuelve tras ese arrebatamiento que por sorpresa, te ha dejado huérfano de hijo, hija o hijos, por la mano ajena.
Piensas, que incluso si tú hubieras sido el dueño de la mano ejecutora, el dolor hubiera sido más soportable. Y lo crees.
Pero primero necesitas sentarte en una roca alta. En un páramo desierto y lleno de luz donde sólo se oiga tu respiración.
Entonces, respiras hondo y decides empezar a creer en ti de nuevo.
Abajo, retozan las comadrejas que dictan las leyes de lo Divino y de lo humano, repartiendo golosinas a los ejecutores del crimen pederasta.
Un cuervo sale de algún nido cercano. Y observas cómo de un sólo picotazo saca los ojos a uno de ellos.
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