Distribuidas por todo el territorio australiano, las extrañas pinturas rupestres conocidas como wandjinas son sinónimo de misterio.
Porque las figuras antropomorfas que representan, más allá de la cómoda explicación que las identifica con dioses de la lluvia o demiurgos de tiempos pretéritos, nos conducen hacia un enigma inalterado por el paso del tiempo, producto de la unión indisoluble entre mito y realidad, inherente a las vidas de nuestros antepasados más remotos.
Quizá por ello, este legado plasmado en las rocas nos sugiere una inquietante pregunta:
¿Fue la civilización de la Australia aborigen visitada por seres procedentes del espacio exterior?
Fue exactamente el 26 de marzo de 1838, cuando el célebre soldado y explorador George Grey realizó el sorprendente descubrimiento, durante su expedición a la inexplorada región de Kimberley: ignotas e imponentes, plasmadas sobre la roca, una sucesión de inmensas pinturas antropomorfas decoraban una galería junto al río Glenelg…
Experimentado cronista, Grey apuntó en su cuaderno todo lo que pudo recordar de aquel inolvidable hallazgo:
«Parecían querer escapar de la piedra… Me produjo un gran asombro ver aquella gigantesca cabeza y la parte superior del cuerpo doblándose hacia mí».
Tras esta vaga descripción, se escondía una realidad mucho más significativa, que resulta innegable a ojos de cualquier observador: aquellos seres no parecían de este mundo.
Con más de 7 metros de altura, las pinturas mostraban personajes con un rostro perturbador, caracterizado por la presencia de dos grandes cuencas oculares sobre una tez blanca como la nieve y carentes por completo de boca.
Una serie de rasgos comunes e inquietantes que sirvieron para catalogarlas dentro de un mismo patrón, presente –como se descubriría más adelante– en otras regiones de Australia.
Pero había más…
Prácticamente todas las figuras portaban en la cabeza una especie de aureolas luminosas, además de lucir de tres a siete dedos en cada una de sus manos y pies, estos últimos protegidos con sandalias, algo insólito, si tenemos en cuenta que los aborígenes australianos caminaban –y siguen haciéndolo– descalzos.
Así pues, ¿quiénes eran estos seres? ¿Quién y por qué los inmortalizó sobre la piedra?
Las pinturas de Kimberley se convirtieron en un imán para todo tipo de investigadores, ansiosos por desvelar estos y otros interrogantes.
Pese a que inicialmente se consideró imposible datarlas mediante carbono-14 –inútil ante pigmentos de base mineral–, gracias a la ayuda del experto en arte prehistórico Grahame Walsh y a su perspicacia al analizar un avispero fosilizado, en 1996 el geólogo Richard Roberts cifró la antigüedad del yacimiento en alrededor de 17.000 años.
En realidad, la solución a este enigma era evidente desde tiempo inmemorial para los descendientes de los primeros pobladores australianos, que transmitieron de generación en generación todo lo relativo a las pinturas.
Sin embargo, cuando se les preguntaba por la naturaleza de las mismas, su respuesta no hacía sino apuntalar el misterio a oídos de los occidentales: «wandjina», contestaban con aparente naturalidad…
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