LA ZONA DE LA TELE : Desintoxicación.





La maleta se encontraba en el recibidor esperando que Simón la deshiciera no se sabía cuando. 

Él se encontraba tendido en el sofá cómo cuando veía la televisión: a lo largo con los pies sobre un brazo del sofá tapizado en negro y la cabeza recostada sobre un cojín mullido de la India.

Recordaba aquellos momentos en los que se adormecía viendo aquella pantalla de no se sabe cuantas pulgadas sobre la pared. Hacía ya seis años de eso. La dejó de golpe, pero la apagó con suavidad.

No sabía si funcionaba. Lo más probable sería que no lo hiciera.

Aquello no se lo planteaba porque tuviera la intención de encenderla. Era solo, porque le gustaba mirarla inerte, muerta. Dejó de ver la televisión por un acto reflejo. Aunque, para él, más bien era por un acto de naturaleza.

Su iPod se encontraba sobre la mesa junto al teléfono, cerca de él. Ahora, era su medio de distracción junto al periódico digital.

Lo miró atentamente y comprobó, como algo tan diminuto, podía haber sustituido a aquel artefacto descomunal. Incluso los partidos de fútbol, los seguía por la radio.

Aquellos días en los que permanecía adormecido y meditabundo frente a la televisión habían sido decisivos en su vida.

Aquel día no solo dejó la televisión. El detonante de que dejara en paz a aquel artefacto diabólico fue su accidente de moto. Su postración le dejó al otro lado de la verja de un mundo de fantasía y poca realidad como era el de la maldita televisión.

Fueron años de postración y rehabilitaciones. Lo que más lamentó, fue no haber podido escupir aquella papilla, que ingería con una pajita rodeada de vendas, sobre la pantalla.

El día que le quitaron el vendaje de la cabeza, su mujer vino de la calle y puso una nota sobre la mesa junto al sofá. En aquella mesa se encontraba su portátil, sus pastillas, su comida. Todo al alcance de la mano. La mano con la que cogió aquella nota. La única mano libre de hierros y vendajes.

Delicadamente leyó lo que delicadamente escribió la cerda de su esposa después de veintiocho años.

Lo dejaba sutilmente y delicadamente. En una situación delicada, reconocía ella misma. Pero a salvo de todo. No le faltaría de nada. Ella lo dejaba todo bien dispuesto y preparado para que no fuera un despojo de la vida como algunos, después del divorcio.

Lo dejó, si. Lo dejó con aquella televisión encendida retransmitiendo debates de todo tipo, menos del de su interés. El mando a distancia no se hallaba en las inmediaciones de su mano, que como un pulpo se arrastraba por el filo a manera de serpiente buscando su presa.

Fueron días incontables los que permaneció aquel horrible artefacto encendido, mientras sintonizaba el mismo canal. 

El dolor y su estado de ánimo le impidieron desconectar a aquella bestia de la alimentación.

Adela, la mujer que lo atendía, la dejaba encendida mientras hacía las tareas de la casa. Luego, le bajaba por el ascensor al salón en donde disfrutaba de la lectura, mientras la bestia parpadeaba sin sonido. 

Él aprovechaba que su cuidadora se iba al final de la jornada, para bajar el volumen al máximo.

Aquella bestia estuvo sintonizada en el mismo canal mientras duró su convalecencia. El mismo canal por donde a la hora de los informativos aparecía otra bestia: su esposa.

Muchas veces se planteó si no era puro masoquismo. O, si por el contrario, lo que quería era ver si salía el amante a su lado. Algo que sólo ocurría en su imaginación, pues de tenerlo, él iba a ver muy pocas pruebas delante de la televisión.

No habían hablado de ese tema nunca. Pero si lo había, seguro que sería de la cadena.

Ahora, después de todos estos años, era lo que menos le preocupaba. Pero en aquellos días, sí lo torturó.

La bestia dejó de latir el día que leyó la nota que su esposa puso sobre la mesita. Antes de irse, le acercó la silla de ruedas, algo que nunca hacía, pues la cuidadora se había encargado siempre de moverlo.

Ella no lo movió. Sólo dijo que iba con retraso. Mientras colocaba el trozo de papel con lentitud en la mesilla, lo miraba echándose a un lado el pelo y se mordía el labio inferior.

Él la contemplaba de reojo, mientras sostenía el cigarrillo con la única mano que le quedaba disponible.

Al oír el sonido de la puerta, Simón apretó el botón. De eso hacía ya seis años.

No echaba de menos a ninguna de las dos bestias. Era como si se las hubiera tragado a las dos. Y su sed de sangre le hubiera llenado hasta el resto de sus días.

Despertó de su duermevela. El viaje de vuelta de la India le había dejado esta vez las piernas más cargadas de lo habitual. Esperaba a alguien. Recapituló y cayó en la cuenta de que clase de visita se trataba.

Justo diez minutos más tarde, Adela introducía la llave en la cerradura. La puerta se abrió y aparecieron dos hombres detrás de ella vestidos con unos uniformes azules.

Cada uno sujetaba el cuadro envuelto en una tela gris. Adela le dio las buenas tardes y le indicó a los dos hombres donde iría el inmenso cuadro de de tres por tres.

Una vez colgado, Simón podría observar con toda nitidez detalle por detalle. Antes había que descolgar a la bestia como si del cristo en el Gólgota se tratase.

Ya desnudo y sin envoltorio, observó la vista. Se irguió un poco. Luego, se sentó sin darse cuenta, mientras miraba sin parpadear la obra. Allí estaba majestuosa : la libertad guiando al pueblo.


1 comentario:

  1. ¡Uf! Este relato es estremecedor, angustioso, dramático... ¡y muy bien escrito!
    Un saludo

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