Se cuentan miles de secuestros, actos atroces de violación y tortura, y cada vez más niños huérfanos.
Por razones que probablemente ni ellos mismos entienden por completo, los diversos clanes y las organizaciones del narcotráfico responsables de tanto derramamiento de sangre han adquirido una inclinación a concitar la atención pública; y para mantenerla han montado una horripilante representación teatral de muerte, un despliegue errante de grotescas mutilaciones y ejecuciones.
Pero en el fondo, y a pesar de las constantes innovaciones, una horrorosa decapitación es muy parecida a la siguiente.
Entonces el público llega rápidamente a un punto de saturación, y la cobertura de la guerra, arrastrada por los acontecimientos como lo son todas las noticias, ha llegado al punto en que la gente da vuelta la página o sigue navegando en su ordenador.
Nosotros, la gente a cargo de contar la historia, sabemos muy poco del clandestino ascenso de una comunidad que durante mucho tiempo consideramos marginal; y lo poco que sabemos no puede ser explicado en las 800 palabras promedio de un artículo impreso, ni tampoco puede ser difundido por los medios en dos minutos o menos.
Y la historia, como los asesinatos, es interminablemente reiterativa y confusa: están los nombres de las familias de dos apellidos unidos (o separados) por un guión, las alianzas efímeras, los traicioneros generales del ejército, el “capo” traicionado por un socio íntimo, el que a su vez es asesinado por otro traidor en un pueblo de nombre imposible, seguido por otro capo de doble apellido que es denunciado por un oficial de alto rango en el ejército, quien también, a su tiempo, es asesinado.
La falta de comprensión de estas narraciones superficiales es lo que hace que la historia permanezca estática y los lectores se sientan impotentes.
Sin embargo, ya ha pasado bastante tiempo desde el comienzo de la pesadilla de la droga, y ahora se atisba una pequeña perspectiva del problema.
Los académicos de ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos, y también los periodistas con más experiencia, han estado ocupados escribiendo.
Gracias a su trabajo, podemos empezar ahora a ubicar a algunos de los traficantes más conocidos en el paisaje que les corresponde.
En 1989, un traficante de droga joven y emprendedor, llamado Joaquín Guzmán, y conocido como El Chapo o Chapo –que es como llaman a los hombres bajos y fornidos en el estado de donde era oriundo Guzmán: Sinaloa, en la costa noroeste de México– sostuvo una riña con algunos de sus socios comerciales en Tijuana.
Cuatro años después, los socios enemistados enviaron un equipo especial a Guadalajara, donde El Chapo estaba viviendo.
Según los registros de la investigación, se había planeado que el equipo de Tijuana interceptaría a Guzmán el 24 de mayo de 1993, cuando llegara al aeropuerto, pero al parecer los asesinos confundieron el Grand Marquis blanco de Guzmán con otro, propiedad del corpulento Juan Jesús Posadas Ocampo, cardenal de Guadalajara.
Mientras el automóvil del infortunado clérigo se detenía en la banquina,el grupo de choque de Tijuana abrió fuego.
Según algunas versiones, para entonces Guzmán había llegado también al aeropuerto y se enfrentó con los asesinos en un tiroteo.
El cardenal murió en el lugar del hecho, y aunque el episodio habría de llegar a ser uno de los asesinatos más escandalosos del siglo, motivo de interminables teorías conspirativas, el grupo logró abordar el siguiente vuelo comercial a Tijuana.
Hasta hoy nadie ha sido juzgado por el crimen. El comentario de Guzmán sobre los acontecimientos del día, antes de volver a cargar en el coche sus maletas y huir, fue: “Esto se va a poner de la chingada”; que en términos más corrientes equivale a “Ahora sí que las cosas se van a poner feas”.
Sin embargo, fue capturado en Guatemala y deportado a México en cuestión de días.
Pero Guzmán jamás había previsto lo que le esperaba a largo plazo.
En la época del asesinato del cardenal, era sólo uno de los traficantes más ambiciosos de Sinaloa, que manejaba sus negocios en todos los estados de la costa del Pacífico y en la frontera norte de México.
Diecisiete años después –ocho de los cuales transcurrieron en una prisión mexicana, de la que escapó en 2001, según se dice, en un camión de la lavandería– Guzmán era más combatido que nunca, pero también era el traficante más poderoso del mundo, o indudablemente el más influyente.
En cuanto a su profética exclamación en el aeropuerto y a los detalles de su huida, los conocemos gracias a su ex gerente de negocios, según lo ha citado Héctor de Mauleón, un novelista y ensayista que ha publicado una biografía de Chapo Guzmán en la revista mexicana Nexos.
De Mauleon ha construido su relato de la vida de Guzmán basándose en declaraciones prestadas ante la Corte de Justicia por gente que fue condenada: sus ex guardaespaldas, socios, parientes y enemigos.
Sabemos mucho acerca de este riquísimo y fanfarrón asesino: su astucia, su inseguridad a causa de su baja estatura, su despampanante boda pocos años después, con una reina de belleza de Sinaloa.
Pero lo que mejor comprendemos aquí, como también en otra biografía, escrita por Arturo Beltrán Leyva –ex socio de Guzmán, convertido en acérrimo enemigo, que fue asesinado posteriormente, es su influencia en los más altos niveles del gobierno mexicano.
En todos estos registros hay generales del ejército que le brindan información a Guzmán; oficiales de policía que le proporcionan seguridad; los principales aeropuertos están dirigidos por sus aliados; y también crece la oscura sospecha de que hombres que fueron miembros del gabinete en varias administraciones, incluyendo a la actual, tienen también una relación de amistad con él.
No es que Guzmán tenga influencia mientras que otros traficantes no la tienen; es que cada traficante tiene muchos oficiales designados y muchos políticos electos en su planilla de sueldos, pero Guzmán tiene más que los otros.
Arturo Beltran Leyva
La conclusión más desalentadora que se puede sacar de los artículos de Mauleón no es que la guerra de Calderón contra el narcotráfico se está perdiendo, sino que posiblemente nunca se ha librado.
Los elementos de prueba que figuran en los archivos judiciales indicarían que todos los arrestos y asesinatos de alto nivel proclamados por el gobierno como una victoria –sobre todo el asesinato de Arturo Beltrán, el ex amigo de Guzmán– son una consecuencia de un hábil trabajo de inteligencia, desarrollado no por el gobierno sino por los traficantes, que sistemáticamente se denuncian unos a otros ante sus contactos gubernamentales, y que con frecuencia son liberados por contactos que trabajan para el otro bando, como sucedió con Beltrán.
El 7 de mayo de 2008 la Policía Federal Preventiva estableció un puesto de control en el kilómetro 95 de la autopista entre Cuernavaca y Acapulco.
Cinco vehículos sospechosos se acercaban. Los agentes de policía les indicaron que se detuvieran. Entonces los ocupantes abrieron fuego.
Arturo Beltrán Leyva se las arregló para escapar, pero su enemigo había entregado a la policía direcciones en Cuernavaca en las que Beltrán Leyva podría esconderse.
El inspector de policía, quien había recibido la filtración de la información, llamó al jefe de las operaciones antidroga de la Policía Federal y le dijo: “Hemos localizado varias direcciones, estamos listos para entrar”.
El jefe de la División Antidrogas lo interrumpió: “Cancele todo. Regrese inmediatamente a Ciudad de México”.
Pero la buena suerte de Beltrán –o de sus contactos– finalmente terminó en diciembre de 2009: fue rodeado y asesinado por un grupo especial de comandos de la Armada, que presuntamente fueron seleccionados basándose en la suposición de que, como hasta ese punto habían tenido muy poco que ver con la guerra de la droga, era menos probable que estuvieran infiltrados por los traficantes.
La pregunta dejada flotando en el aire por estos registros y declaraciones, y por el sentido común, es la siguiente: si el Ejército y las agencias nacionales de inteligencia están tan infiltradas como para no ser en absoluto confiables; y si tanto las fuerzas de la policía local como de la policía federal son tan corruptas y peligrosas que con frecuencia tenemos razones para temerles tanto como a los delincuentes comunes ¿de qué sirve tenerlas?
En una serie de reuniones de mesas redondas convocadas por el presidente mexicano Felipe Calderón, varios participantes plantearon la siguiente pregunta: ¿Cómo se puede controlar o reemplazar a las fuerzas de seguridad sin correr riesgos?
El problema es particularmente agudo ahora, porque el gobierno federal ha despedido a 3.200 policías federales –el diez por ciento de la totalidad de la fuerza– al parecer por razones de corrupción.
La última vez que tuvo lugar un despido de personal comparable con éste fue a fines de los 90, cuando el primer intendente electo de Ciudad de México despidió a 300 oficiales de policía por corrupción.
Inmediatamente, se desencadenó en la ciudad un incremento sin precedentes de secuestros y robos con violencia.
2. Cuando en febrero de 2010 en Ciudad de México estalló un escándalo, después de que a fines de enero quince jóvenes que asistían a una fiesta de cumpleaños en la norteña ciudad fronteriza de Juárez fueron atrozmente asesinados, Calderón no ayudó a mejorar las cosas porque declaró que, tal como la mayoría de las muertes violentas de Juárez, los últimos asesinatos habían sido el resultado de una “guerra de pandillas”.
En este caso el presidente se equivocó lamentablemente: los jóvenes no tenían vinculación alguna con el tráfico de drogas. Pero es indudable que la mayoría de los asesinatos de Juárez son consecuencia de la guerra de pandillas.
Ciudad de México tiene un índice anual de muertes por asesinato de ocho por cada 100.000 defunciones, algo comparable con Wichita, Kansas City o Stockton, California.
El índice general de asesinatos en México es de 14 por cada 100.000 defunciones, pero en Ciudad Juárez es de 189 por cada 100.000.
Y tal como en Tijuana, Reynosa o Nuevo Laredo –otras ciudades fronterizas también afectadas por una desenfrenada violencia– en Ciudad Juárez sólo un reducido número de víctimas están involucradas, de una u otra manera, en el tráfico de drogas.
La frontera es el paso para unos 300.000 millones de dólares de tráfico comercial legal, que ha crecido exponencialmente desde 1994, cuando entró en vigencia un tratado de libre comercio entre México y los Estados Unidos.
La guerra entre los narcotraficantes se inició por el derecho de cada uno a pasar drogas a través de las ciudades fronterizas. Se podría haber pensado que los traficantes trasladaban su mercadería a pie, en la oscuridad, a través de territorios desérticos.
De hecho, todavía lo hacen, y en grandes cantidades, pero trasladan sus productos más eficientemente y con un volumen mucho mayor cruzando puestos de control de la Aduana estadounidense, a plena luz del día.
Las sustancias ilegales viajan en SUVs, (Sport Utility Vehicle, un tipo de camioneta deportiva), camiones con acoplado, o automóviles chocados, embalados junto con mercaderías diversas, camuflados como huevos en canastas, en el relleno de ositos de felpa, fundidos en barras de caramelo o dentro de asientos de sillas vaciados.
La mayor parte de la cocaína se procesa en América del Sur, y buena parte de lo que se contrabandea a los Estados Unidos pasa a través de México.
Casi toda la marihuana y la amapola se cultiva y se cosecha en la costa del Pacífico, y son antiguas familias de Sinaloa las que las controlan, la familia de Guzmán entre ellas; pero cultivar y cosechar ambas plantas es fácil.
La parte difícil es poner el producto en el mercado, y en ese intento las ciudades fronterizas son el premio lo suficientemente grande para entrar en guerra en el intento de ganarlo.
Lo que es más difícil de comprender es cómo un comercio que ha florecido durante décadas sin nada más que los secuestros y los asesinatos habituales en territorio de las bandas se haya convertido, en los últimos seis años, en una pesadilla simbolizada por Ciudad Juárez, situada frente a El Paso, que se encuentra del otro lado de la frontera con Estados Unidos.
En primer lugar, hay que considerar su emplazamiento.
En la excelente introducción a “Drug War Zone”, una colección de relatos orales de gente que vive en el mundo de la droga, Howard Campbell describe así Ciudad Juárez: “El paisaje local brinda miles de espacios adecuados para traficantes imaginativos: desde las montañas escarpadas, surcadas por cañones profundos y por arroyos, se divisan vastos desiertos.
Las tierras bajas, la sección central de El Paso, serpentea a lo largo del río Grande.
Los traficantes de drogas pueden cruzar fácilmente el río y desaparecer en el laberinto de carreteras rurales que atraviesan el estado de Texas (uno de los más grandes de los Estados Unidos), y desde allí llegar a la autopista 10, que conecta las costas este y oeste.
“Hacia el este del centro de Ciudad Juárez, nuevos centros comerciales y residenciales y centenares de “maquiladoras” –galpones de ensamblado de productos que luego se envían a Estados Unidos– se ciernen sobre el horizonte; y hacia el sur y el oeste, una ilimitada red de ‘colonias’ empobrecidas ha reemplazado a las tierras cultivadas y también a las desérticas.
Así como los habitantes de El Paso pueden ver las fábricas de su ciudad hermana, los juarenses pueden ver los rascacielos de El Paso desde muchos puntos de la ciudad: las comunidades de ambos lados de la frontera están indisolublemente vinculadas entre sí.”
“Además, la migración hacia Juárez desde otros estados mexicanos del sur atrae a las colonias y a los barrios un enorme ejército de mano de obra de reserva, y el gobierno local es incapaz de manejar esta corriente inmigratoria.
Hay un aporte prácticamente ilimitado de trabajadores desempleados dispuestos y preparados para ganar buen dinero manejando vehículos o llevando a pie cargas de drogas a través de la frontera, o sirviendo de guardianes de depósitos o de sicarios.
En ambos lados de la frontera bilingüe y bicultural, a los contrabandistas les cuesta poco adaptarse socialmente o comunicarse en español, inglés o ‘spanglish’.
La enorme industria maquiladora y la otra industria afín de El Paso, la del transporte terrestre, proveen los vehículos para trabajo pesado, y también todas las instalaciones posibles para el almacenamiento: las herramientas, el equipamiento o los artefactos necesarios para empacar, ocultar, almacenar y transportar drogas de contrabando.”
La argumentación central de Campbell, anunciada ya en el título de su libro, es que todo el planteo mexicano frente al contrabando de drogas es insostenible: una región tan absolutamente bilingüe, bicultural, mixturada y permeable –a pesar de la arbitraria demarcación de una frontera y de los intentos cada vez más raros y efímeros para sellarla– sólo puede ser verdaderamente estudiada y comprendida como un territorio unificado y un problema único.
Esta idea es tan asombrosamente sensata como para ser genial, y entonces uno se pregunta cuántas muertes podrían evitarse si los responsables de elaborar las políticas a ambos lados del Río Grande compartieran esta idea y coordinaran no sólo sus esfuerzos por aplicar las leyes sino también por poner en práctica sus políticas de educación, desarrollo e inmigración.
Morir informando en México
Anteriormente, México era un país relativamente seguro. Si bien la libertad de prensa había estado coartada durante el régimen del PRI, la democratización y la consolidación de periódicos independientes de la unión de portavoces (aka Reforma) facilitaba cada vez más la libertad para el ejercicio del periodismo.
La situación ha emporado rápidamente. En 2007, sin mucho revuelo mediático, México tomó el segundo lugar de manos la República del Congo.
Hoy México encabeza la lista. Ningún periodista ha muerto en Filipinas en lo que va del año. México lleva tres. Además de Jorge Ochoa y Valentín Valdés, Bladimir Antuna de El Tiempo de Durango fue encontrado muerto.
Jorge Ochoa Martínez
Valentín Valdés
Reportó una operación militar en la que el hijo de un político había sido arrestado por pertenecer al crimen organizado, un escándalo de corrupción en la policía local y el arresto del líder del cártel de La Familia. Eso fue, dijeron sus colegas.
Todo se ha descompuesto. Las amenazas se han incrementado.
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José Bladimir Antuna
¿Y qué se ha hecho? Dos cosas. Unos meses antes de que Calderón tomara posesión se aprobó la creación de la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos cometidos contra Periodistas (FEADP).
Poco después, se aprobó la reclasificación del delito de homicidio como del fuero federal siempre y cuando la víctima fuera un periodista. La cámara de diputados lo aprobó por unanimidad.
¿Y qué ha pasado? No mucho.
La FEADP reconoció en su último informe de labores que de los 60 casos que han sido determinados como de su competencia, se han archivado 25 y se ha determinado el no ejercicio de la acción penal en 16, 15 casos aún esperan sentencia y sólo cuatro han generado la consignación del indiciado.
México está callado y ciego y a nuestros gobernantes no parece importarle mucho. Nuestro sistema de justicia está roto y carece de dientes. Un periodista muere cada diez días.
La Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) anunció que promoverá al 2011 como el “Año por la libertad de expresión” junto con varias organizaciones dedicadas a la defensa de esta actividad.
El presidente de la SIP, Gonzalo Marroquín, dijo que “cuando se restringe a la prensa y la libertad de expresión, se menosprecia el valor a saber”.
El presidente de la SIP, Gonzalo Marroquín, dijo que “cuando se restringe a la prensa y la libertad de expresión, se menosprecia el valor a saber”.
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