Pedro El Sastre se llama en realidad José Domínguez Álvarez. Este puebleño enjuto y metódico con la vida y sus recuerdos nació el 18 de mayo de 1918. Conserva probablemente una de las memorias más activas y prolíficas de la provincia de Huelva.
José Domínguez Álvarez
Es capaz de lucir con asombroso sentido de la libertad que dan los años, casi un siglo, un libro maldito por siempre en esta España decimonónica y caciquil hasta la exasperación: Las ruinas de Palmira, del ilustrado Conde de Volney. Una obra condenada en la piel hispana por su espíritu irreverente y poco modélico a ojos de la ortodoxia cristianizante de la España que le tocó vivir desde 1918 hasta nuestros días y que con tanta maestría representó en su tierra, Puebla de Guzmán (Huelva), un cura que tenía por nombre Juan R. O. Hombre de cruz y de espada.
Narra en su vasto anecdotario vital un detalle que a punto estuvo de delatarle durante su pertenencia al ejército franquista.
Se paró a mirar libros, su gran afición, en un puesto callejero en las inmediaciones de una Cataluña (Lleida) en guerra y descubrió entre aquellas pastas manoseadas Las ruinas de Palmira. Miró a la anciana ambulante y le espetó “si quiere conservar la vida esconda ese libro”. Así lo hizo. Y aquel sastre que lo fue de veras siguió adelante junto a los soldados de su batallón.
José Domínguez fue reclutado por los nacionales en agosto de 1937, cuando la provincia de Huelva había sido ya dominada al completo por los fascistas y solo aguantaban en los campos y montes varios cientos de huidos, la mayoría ocultos en cuevas y pozos de mina, como su paisano Rodrigo Miguela le contaría después.
Este socialista que atesora hoy uno de los carnés más antiguos del partido de Pablo Iglesias, no en vano tiene 80 años de afiliación, ingresó por la fuerza de los hechos (cumplió los años en zona Nacional y en plena Guerra Civil) en las tropas de Franco después de soportar el fusilamiento de su propio padre, Diego Domínguez Ponce, segundo teniente de alcalde en Puebla de Guzmán. Y sin poder imaginar lo que viviría al poco tiempo de enrolarse en las filas del invicto Caudillo.
Fue enviado al frente, a batallar donde operaban las tropas italianas que apoyaban a Franco en La Alcarria. Desde aquellas tierras de miel, heladas negras, de esas que se meten bajo los terruños quebrados por el frío invernal que mata hasta las lombrices, escribía cartas a su madre, María Blasa. Sin saber que sólo días después de su marcha al frente bélico había sido también asesinada, en septiembre de 1937, por los fascistas locales junto a otras ocho mujeres en un angosto callejón puebleño conocido como el de la Fuente Vieja.
Rosas de Guzmán que padecieron una venganza atroz durante los muchos días, semanas y meses que permanecieron retenidas en la vieja carnicería del pueblo, utilizada como almacén municipal.
La Puebla de Guzmán, Huelva
Rosas de Guzmán que padecieron una venganza atroz durante los muchos días, semanas y meses que permanecieron retenidas en la vieja carnicería del pueblo, utilizada como almacén municipal.
Diego Domínguez Ponce y María San Blas (Blasa) Álvarez Cano tuvieron cuatro hijos: María Jesús, a la que le mataron a su novio, José, Martín y José (Pedro el Sastre).
A Blasa iban dirigidas las cartas inútiles que le mandaba su hijo desde el frente. “Estuve escribiendo a mi madre desde septiembre de 1937 hasta que me dijeron en diciembre que había muerto”, recuerda ahora José en su casa de Puebla, en medio de un increíble archivo personal, ordenado recuerdo con nombres, horas, testigos y víctimas de aquellos años que le rompieron el corazón y le fortalecieron la memoria.
A Blasa iban dirigidas las cartas inútiles que le mandaba su hijo desde el frente. “Estuve escribiendo a mi madre desde septiembre de 1937 hasta que me dijeron en diciembre que había muerto”, recuerda ahora José en su casa de Puebla, en medio de un increíble archivo personal, ordenado recuerdo con nombres, horas, testigos y víctimas de aquellos años que le rompieron el corazón y le fortalecieron la memoria.
El viejo cementerio. // R. M.
No fue hasta el último mes del 37 cuando descubre la verdadera causa de la muerte de María Blasa, su asesinato a manos de los muy activos piquetes fascistas locales. Y supo también que su madre comparte una fosa común, donde hoy todavía reposan sus restos, junto a los de otras quince mujeres puebleñas asesinadas, y a las que no recuerda ni un simple monolito de esos que florecieron al calor de la Ley de Memoria Histórica.
Como tampoco lo hace ninguna metopa o similar que haga referencia al centenar de vecinos asesinados por los represores locales que se hicieran triste y desgraciadamente famosos por todo el Andévalo y que parecían poseídos y devotos del pagano y sanguinario Baal, el dios vengativo que exigía sacrificios y que cuentan crónicas y curanderos que se llegó adorar en estas tierras de Tharsis y Cabezas Rubias en otros tiempos sin civilizar. Como estos.
Él no puede olvidar. Ha ideado un proyecto para convertir el viejo cementerio puebleño en un lugar de memoria, lleno de vida, jardines, fuentes con agua clara. Y lo propone antes de que la piqueta o el hormigón acaben por engullir, esta vez para siempre, a las quince rosas allí enterradas y a las decenas de represaliados que yacen bajo los nichos derruidos, agrietados y expuestos a la intemperie.
José fue a la guerra con 19 años y hoy cree que estuvieron esperando a que “saliéramos del pueblo los reclutas para cometer sus bárbaros crímenes”. “Ordenaron el asesinato de aquellas mujeres y hombres sólo por satisfacer el instinto criminal fascista, ese ansia de destrucción de la vida que tenían”, apunta El Sastre, mientras busca uno de los muchos papeles donde lo tiene todo minuciosamente apuntado y que recoloca en su sitio como si se fuera a perder durante la entrevista.
Ninguna de estas mujeres tenía filiación política ni actividad sindical. Su único pecado fue el de formar parte de una familia en la que muchos de sus hombres habían sido ya eliminados.
Antes de ser asesinadas en el callejón de la Fuente Vieja muchas de ellas fueron vejadas en aquella lúgubre carnicería, siniestro lugar donde sus familiares iban a diario a llevarles la comida, con el temor de que cualquiera sería el último día de su existencia. “No se les hizo juicio, nada. Sacadas a media noche y llevadas a un paredón”. Días después otras seis mujeres corrieron la misma suerte.
Su muerte, su crimen no fue tan anónimo como pretendían sus verdugos. José Domínguez tiene apuntados los nombres de testigos que vieron y oyeron los últimos momentos de aquellas Rosas de Guzmán en la flor de la vida que les quitaban cuando apenas sabían lo que era la juventud. “Tal fue la degeneración a la que llegaron sus verdugos que uno del pelotón levantó la falda a una de las que acababa de fusilar y le hizo gestos obscenos”, cuenta José Domínguez, que no para de buscar otra de sus notas en las que aparece subrayado el nombre de los testigos y alguno de los asesinos.
Bandera republicana en la puerta del antiguo cementerio. Coincidiendo con el 82º Aniversario de la proclamación de la 2ª República Española, en Puebla de Guzmán donde se celebró el primer Acto como homenaje a los represaliados durante la guerra civil y el franquismo. El acto, estuvo organizado por IU y PCE local en la Biblioteca Municipal. Comenzó con una breve presentación y contó con la invitación de Pedro "El sastre", que contó experiencias personales vividas por aquella época y otras de cómo muchos vecinos de ideas republicanas y de izquierdas sufrieron vejaciones y fueron ejecutados por personas de ideología muy conservadora: falangistas, caciques...
El acto continuó con la visita al lugar donde se hallan las fosas comunes, en el antiguo cementerio, para realizar una ofrenda floral. .Desde hacía varios días, con motivo a esta fecha tan señalada y como antesala del acto, en la puerta del antiguo cementerio lució la bandera tricolor, tres ramos de flores representando los colores de la bandera y un cartel informativo.
La vejación al cuerpo inerme de Dolores fue tan cruel que no pasó desapercibida al jefe del piquete de fusileros que amenazó con pegarle un tiro al autor de tal fechoría, quien antes la había estado acosando sexualmente sin lograr su objetivo. “A varias de ellas, antes de matarlas, las pelaron y le dieron aceite de ricino. Solo la venganza, la crueldad puede explicar ese comportamiento”, piensa José Domínguez, para quien no hay motivos para desencadenar aquella brutal represión. No les hizo falta buscar pretextos.
A los familiares de muchas de las víctimas les espetaban los simpatizantes del golpe contra la República en plena calle ‘Po y eso, parece que hemos cambiado el colorao por el negro”. Se referían a las proclamas republicanas que habían sonado en Puebla desde el mismo invierno de 1930, sustituidas ahora por el luto con olor a muerte que impregnaba e inundaba todo. Esa gente, muchos de los cuales llevaban una visible cruz colgada al cuello “no tenían corazón. Esa cruz no les tocaba nada más que la ropa”, señala José.
Otra de las justificaciones que dieron como pretexto para sus desmanes fue la quema de la iglesia y los daños a la ermita. “Si no hubieran quemado la iglesia… no hubiese pasado esto”. No, responde José, aquello era “fobia, rabia asesina, sed de venganza”. El Sastre dice que a mucha gente asesinada le dolió la quema de la iglesia aquella madrugada de julio y los actos sacrílegos contra la devoción de la Virgen de la Peña.
Después de todo aquello hay una cosa que sigue pensando José con todo el dolor de sus recuerdos: “Un arma grande de los franquistas fue el olvido, han llegado a desfigurar la realidad de un país. Y sus herederos políticos continúan hoy la tarea”.
Puede que tenga razón este enjuto nonagenario metido entre dos siglos que ahora se tocan en sus apuntes, en sus libros, cuadernos, en sus fotografías, en los ríos de palabras que fluyen en este deshielo de su vida, memoria viva del socialismo de los siglos XX y XXI.
No tuvieron mucha dificultad los fascistas en el caso de Puebla de Guzmán para encontrar un hilo conductor a sus fechorías pues había sido uno de los pocos pueblos de Huelva, las andalucías y España donde se abrazó con enorme y estruendoso entusiasmo el pronunciamiento militar, a favor de la República y contra la monarquía endeble de Alfonso XIII, de Galán y García Hernández en Jaca.
Qué se podía esperar de un pueblo con más de 7.000 habitantes, mina (Herrerías), mineros, casa de médicos, teatro (Aurora) en aquellos años 30 que precedieron a la causa republicana que nació el 14 de abril de 1931 y murió un 18 de julio de 1936.
La incansable memoria y el afán historiador de Pedro El Sastre evita que aquellos hechos, importantísimos, en el devenir de España en general y Huelva en particular se pierdan y olviden como si nunca hubiesen sucedido. Sus palabras revalorizan la historia local que luego será la de España.
Una vez más las letras de José sirven de guión para recordar en primera persona y revivir una España entre la dictadura (blanda de Berenguer), un desprestigiado Rey y la II República que poco a poco se abría paso en medio de un sinfín de tensiones y conspiraciones.
El Gobierno consiguió aplacar el intento republicano con el fusilamiento de los capitanes Galán y García Hernández pero la lentitud en el circular de la noticia del fracaso de los militares, la desinformación y confusión que rodearon el momento llevaron a los puebleños, guiados por el maestro Francisco Lianes y Francisco Pérez Carrasco, a proclamar y hacer suya aquella República naciente.
El pueblo andevaleño se convirtió así en uno de los primeros y pocos que abrazaron la nueva forma de gobierno. El Sastre describe al maestro Lianes como un sincero seguidor de “la evolución y la revolución de la enseñanza. Hizo desaparecer la palmeta (la letra con sangre entra) de la escuela ya en 1928”. Durante dos días, Puebla fue republicana.
El diario de José Domínguez Álvarez es tan útil para los estudiosos de la historia a pie de calle, un verdadero antídoto contra el olvido impuesto por 40 años de dictadura franquista, que realiza una verdadera disección de la represión fascista en Puebla de Guzmán.
Pocos pueblos y sucesos de esta magnitud cuentan con un notario tan fiel. Un listado de un centenar de nombres de represaliados, depurados, vejados y, algunos, torturados que completa el aportado en el libro La Guerra Civil en Huelva, de Francisco Espinosa, y que alcanza 46 nombres, de los cuales 8 son mujeres.
La lista que ofrece El Sastre bajo el particular epígrafe de Relación de personas de Puebla de Guzmán asesinadas durante la inhumana represión franquista llega al centenar y no solo se basa en sus nombres y apellidos sino que ubica, describe los lugares y aporta, en algunos casos, los nombres de testigos que pudieron ver y oír los fusilamientos y sus consecuencias inmediatas, los cuerpos y cadáveres de las mujeres y hombres liquidados sin juicio previo ni prueba alguna en su contra.
Inscribe a las víctimas pero añade a la fecha de su fusilamiento el lugar donde se cometió el acto criminal represivo, sus familiares y descendientes y en algunos casos los pormenores y circunstancias que rodearon los hechos. Para que no haya dudas, su relación incluye los apodos por los que eran conocidos en el pueblo y lugar de residencia.
El análisis de víctimas cuenta con tres apartados que llaman la atención: los asesinados que vivían fuera de Puebla de Guzmán; un completo subrayado de las víctimas femeninas de la purga criminal franquista y una concreta enumeración de personas de la misma familia que fueron víctimas de aquella masacre.
Entre ellas destaca la suya, la familia Ponce-Álvarez, que además del propio matrimonio perdió a una hermana, María Domínguez Ponce; al yerno, Manuel Romero Fiscal; y a un sobrino, Mateo Domínguez Rodríguez. 26 nombres, unidos por la unidad familiar, masacrados entre la Fuente Vieja, la Curva de la Muerte o un domicilio particular.
Aquí apunta José Domínguez el caso de Dolores Ponce Barbosa, la del Barrio Chico, 27. Junto a las listas incluye los nombres de puebleños que vieron y han podido contar algunos de los hechos.
A un joven José Gómez Montesinos, a quien despiertan los disparos del pelotón de fusilamiento de la Curva de la Muerte cuando estaba dormitando en una era de las inmediaciones. Bajó a ver lo que pasaba y un miembro del piquete le advirtió y le obligó a irse. “Tuvo suerte, pudo ser el número 22 de los fusilados aquel día de agosto de 1936″, subraya.
Otros (Diego Mora y su padre, los Tangonero), cuando se encontraban cuidando unas cabras tras unas piedras amontonadas, majanos, conocieron a quien dio la voz de ¡fuego! Y seguidamente las mortíferas descargas. José Domínguez, una vez más, plasma en letras la crueldad de aquellos momentos: “Incomprensiblemente, uno, apodado Mozo (vivía en Cebadilla, 16) logró huir del fusilamiento pero fue capturado por los dos miembros más jóvenes del piquete.
Cuando uno de ellos iba a rematarlo, el otro se lo impidió diciendo ¡déjamelo, que es mi vecino!, luego lo arrastraron a la cuneta junto a los demás, que fueron ocultados y conducidos hasta su destino en Alosno”
No se olvida del caso de la Tía Chica, madre de Juan José, con dos hijas más. “Escondida tras los muros de su corral, que formaba parte del callejón, escuchó la preparación de los crímenes de las nueve mujeres en Fuente Vieja en los confines del verano de 1937”.
Como si de un recordatorio se tratara, José deja señalados los lugares de Puebla, aquellos testigos mudos de los asesinatos, y algunos de sus autores, muchos de ellos protagonizados por piquetes fascistas locales.
Rincones como la Curva de la muerte (21 asesinatos), cementerio (no aportado el total de víctimas debido al desorden y capricho con que se cometieron tales actos), Callejón de la Fuente Vieja (nueve mujeres) la escalinata pequeña del Castillo, la Fuentecilla (hoy pista hípica), finca Gasparito, Majal Tomillo, o en la calle Barrio Chico. En ninguno de ellos se recuerda a los asesinados, ni siquiera a las Rosas de Guzmán.
Las notas redactadas por José Domínguez Álvarez, socialista confeso y republicano convencido, es sin duda un ensordecedor escaparate que hace enmudecer al que lo ojea pero también ayuda a comprender la dinámica criminal de la maquinaria represiva fascista desencadenada como un huracán de fuego en los primeros días, meses y años que siguieron al golpe de estado del 18 de julio de 1936. Muestra descarnadamente lo que el mismo autor denomina “instinto criminal” y que queda claro tras el asesinato de las nueve mujeres que fueron sacadas de la antigua carnicería para conducirlas al paredón o de las otras seis que siguieron su suerte y desdicha.
Sus verdugos, después de cometer aquel crimen, se jactaban por el pueblo de lo que habían hecho. La escena no puede ser más tenebrosa: “Los criminales cargaron los cuerpos de las mujeres en un carro requisado. Iba tirado por una sola bestia. Tuvieron que empujarlo para que el animal subiera la cuesta que lleva al cementerio”.
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