LA ZONA DE PADRES : Identidad de hijo


El niño necesita de “condiciones suficientemente buenas” ) para poder explorar el entorno al mismo tiempo que pone a prueba, y va desplegando, sus capacidades. 
(Winnicott, 1962



Ha de tener la posibilidad de expresarse libremente, de acuerdo a sus peculiaridades y sentimientos, sin miedo a que lo rechacen, sin tener que renunciar a ser quien es. Pero cuando no es así, cuando vive en un ambiente en el que se condena su espontaneidad y personalidad, el niño, disponiendo todavía de un yo frágil e inmaduro, no tendrá otra alternativa que la de ser como el otro le fuerza a ser.


Es indudable que las personas que nos han tratado y el modo en que nos han tratado, así como nuestras vivencias al respecto, influyen en nuestra actitud ante el mundo. 


Lo vivido sigue vivo, cuenta, y en ocasiones más de lo que uno se imagina. No podemos decir que sea baladí, sino especialmente significativo, el impacto que sobre el sujeto tienen los vínculos en que participa, especialmente durante la infancia.




Es conocida la relevancia que tiene la madre (o quien cumple su función) para la conformación psíquica infantil. Ella lo es prácticamente todo para el niño durante el primer año de vida: es la piel, la envoltura, el yo auxiliar en las interacciones y en los intercambios con el ambiente. 


El niño, como ser dependiente que es, precisa de la mediación maternal para procesar y  elaborar las experiencias que son precipitadas por los estímulos, tanto exteriores como interiores.


Sin la madre el niño no podría sobrevivir ni tampoco evolucionar psicológicamente. Por otra parte,  y he ahí el verdadero propósito del presente artículo, hemos de destacar la influencia que tiene el padre (o quien cumple su función), como transmisor de la ley y a su vez como referente de la identidad masculina, para el devenir humano. 




“El niño manifiesta un especial interés por su padre; quisiera ser como él y reemplazarlo en todo. Podemos, pues, decir que hace de su padre su ideal” (Freud, 1921,  p. 2585). 


El padre se constituiría en nutriente del narcisismo, en soporte del yo, alguien a quien el niño necesita admirar y amar, porque de lo contrario no podría cimentarse la idea de ser en un futuro aquél que todavía no se es, como tampoco podría contemplarse con atractivo la posibilidad, por el momento lejana, de ejercer la autoridad; 


“crecer significa ocupar el lugar del padre. Y lo significa de veras. En la fantasía inconsciente, el crecimiento es intrínsecamente un acto agresivo” (Winnicott, 1982, p. 186).


“Si se quiere que el niño llegue a adulto, ese paso se logrará por sobre el cadáver de un adulto”(Ibídem, p. 187). 


Tanto es así que en la medida que el niño va creciendo, el adulto va sintiendo el paso de los años. Mientras uno camino hacia la plenitud, el otro lo hace hacia la decadencia, hacia la muerte.




Ante esa circunstancia, de trascendencia psicológica, la reacción del padre será adecuada si deja que el hijo pueda expresar el anhelo de desplazarlo, eliminarlo, e incluso matarlo (simbólicamente). 


Debe transmitírsele al niño confianza en las acciones que lleva a cabo, y, a medida que va creciendo, el reconocimiento de que va a reemplazar o sustituir al padre en el rol que éste desempeña. 


Necesita ser “idealizado” por el padre (también por la madre) para así llegar a sentirse competente y eficiente, capaz de hacer realidad sus sueños.


El niño, en su proceso de crecimiento, tratando de labrar su camino y poner en práctica su propia moralidad, se topará con la ley sustentada por el padre, una ley que si bien se le presenta como barrera contenedora o protectora ante sus impulsos, por otra parte, coarta su libertad y lo precipita a la frustración.

Independientemente de los criterios morales que se tengan, todos estamos abocados a infringir la ley. Aunque sea de vez en cuando. Y aunque sea cometiendo pequeñas infracciones. 


En mayor o menor medida desobedecemos. Algo nos impele a ello. A pesar de que el castigo se cierna sobre nosotros. 


Si nos propusiéramos vivir sin caer nunca en la tentación, con un control absoluto y continuado sobre los impulsos, no tardaríamos mucho en percatarnos de que se trata de una empresa imposible, y hasta inhumana en su planteamiento. 




No podemos soportar el peso de la rectitud moral sin tregua. Además, resultaría muy aburrido vivir todo el tiempo obedeciendo, haciendo “el bien”. (El paraíso de) la obediencia permanente resulta ser psicológicamente asfixiante, inmisericorde con el ser humano, el cual está inclinado a probar, a curiosear y a ir más allá de lo conocido y establecido.


Es evidente que necesitamos explorar los límites y bordes de la ley. Si no, no seríamos libres ni tampoco responsables, pues tanto la bondad como la maldad se hacen conscientes, se concretan, en cuanto uno es sabedor del impacto de sus actos.


Hasta cierto punto la trasgresión es necesaria para reafirmar la condición vital y el libre albedrío. En la medida que desacatamos la voluntad o propuesta moral del otro, apostamos por descubrirnos como personas singulares. 


En otras palabras, al desobedecer a quien parece mostrarse, o se muestra realmente, con afán de conquista y dominio sobre uno mismo, perfilamos y fijamos los contornos de nuestra identidad.



ARTICULACIÓN CON LA LEY

Las acciones perturbadoras, turbulentas, escandalosas o rebeldes que el niño protagoniza constituyen un intento para hacer asomar la singularidad, en lo  que serían muestras de autoafirmación, aunque también pueden responder a la necesidad de  convocar el límite, la contención. 


La capacidad de autorregulación todavía no está a su alcance, y la ausencia de control, en lugar de producirle satisfacción, lo precipita a la angustia, al abismo de la locura. Prueba de ello es que en no pocas ocasiones el niño comete travesuras, e incluso desafía al padre, para que éste le ayude a emerger del caos pulsional y, por ende, a re-establecer el control sobre sí mismo.




Un ejemplo llamativo es el siguiente. Cierto día, un niño de 4 años había cometido reiteradamente una determinada falta, ante lo cual su padre decidió imponerle como castigo la prohibición de meterse en la piscina de la casa, en la que sí estaban dos primos suyos. 


Y realmente, ¡qué bien se lo estaban pasando jugando en el agua!, en un día soleado, muy bonito, en que se festejaba un encuentro familiar. El padre no tardó en sentir lástima de que su hijo no estuviera disfrutando en un día tan especial, por lo que fue al encuentro de su hijo, que se hallaba en una habitación de la casa en compañía del abuelo materno. 




Sentado en la cama, el niño se mostraba bastante enfadado. El padre le dijo: “Ya puedes ir a la piscina”. Y el hijo le contestó: “No puedo, porque estoy castigado”. El padre siguió diciendo: “Ya estás perdonado; te retiro el castigo”. Y el hijo repetía: “No puedo; estoy castigado”. Así se expresaba una y otra vez, por más intentos que hiciera su padre para convencerle de que tenía la oportunidad de jugar con sus primos en el agua. 


El abuelo intervino con la siguiente reflexión: “Parece que necesita que le mantengas el castigo”.


¿Cómo es posible que rechazara ser perdonado? ¡Qué reacción más extraña! ¡Es algo ilógico!, pensará más de uno. Pues no. 


Si tomamos en consideración lo que estaba en juego, la situación deja de ser absurda; se aclara. Podría deducirse que el niño defendía la conveniencia de que el padre se mantuviera firme en la decisión que había tomado, como si sintiera que la aplicación y el mantenimiento del castigo le resultara útil como medida protectora ante sus deseos de quebrantar las normas, como si temiera que por el hecho de que el padre le perdonara, debilitara en éste la autoridad con que el niño precisaba investirlo, en cuyo caso el padre dejaría de ser fuerte y el niño perdería el asidero a partir de quien poder controlar sus impulsos y estructurarse como sujeto.


“La subjetivación debe atravesar por el doloroso pero fecundo encuentro con el límite —bajo la forma del castigo, la amenaza, la advertencia o la palabra admonitoria— que impone el padre en el ejercicio obligado de la dignidad de su función.” (Milmaniene, 1995, p. 61) 


En lo que respecta al castigo propiamente dicho, cabe señalar que tiene como finalidad hacer reflexionar acerca de las faltas cometidas y poner en marcha acciones que permitan acceder a la reconciliación.




Contribuye a forjar la constitución de un sujeto consciente, responsable de sus actos y respetuoso con los demás. Pero para que el castigo devenga en educativo, es preciso que durante el tiempo de su aplicación la autoridad correspondiente no obtenga gratificación pulsional y que sea, por tanto, capaz de inhibir su tendencia vengativa. 


“Castigar supone actuar en nombre de la Ley, más allá del posible «plus de goce» que — bajo la forma del sadismo— puede embargar al agente de la ley. Se debe producir un necesario y saludable vaciamiento de goce en la acción punitiva” (Milmaniene, 1995, p. 55). 


La actuación sádica o vengativa no debería contemplarse como consorte del castigo, porque de otra forma, en lugar de presentarse como herramienta educativa, se tornaría en práctica destructiva. Bien es cierto que, a veces, quien comete la infracción busca (mediante actitudes provocadoras y ofensivas) la manera de que el agente de la ley deje de serlo, y caiga en la tentación de la venganza. 


En los conflictos inevitables que surgen entre padre e hijo, el primero demostrará ser una persona madura, siempre y cuando sea capaz de soportar o tolerar los actos (agresivos) con que su hijo le pone a prueba. Sin que eso suponga pasividad sino comprensión y ayuda. Se trata de ofrecer


“una contención que no posea características de represalia, de venganza” (Winnicott, 1982, p. 193).




El padre ha de  estar-ahí, señalando el motivo de su presencia, la existencia del límite, mostrándose fuerte, pero no vengativo, con lo cual está reconociendo al hijo su derecho a ser y vivir de manera auténtica, singular, diferenciada. 


El padre que desempeña adecuadamente su función, esto es, aquél que es protector, el que está preocupado de ofrecer cuidado y auxilio, incluso en circunstancias difíciles y momentos angustiosos, a fin de cuentas, es consciente de que el receptor de sus acciones está necesitado de guía y orientación. Se percata de que su hijo lucha por lograr cierta posición en el mundo.


El padre (como representante que es de la ley, aunque no es la ley, pues ésta lo trasciende) cumplirá con su función si en el ejercicio de la autoridad se incluye el límite a su propia descarga pulsional, en la medida que demuestre, con hechos, poder vivir bajo la ley que intenta transmitir al hijo; de esa manera propiciará en el hijo su articulación con la ley.

Un padre que cree o pretende ser la ley está incapacitado para reconocer sus limitaciones, su herida, su complejo de castración. No admite restricciones a sus impulsos, a su capacidad de goce. La consecuencia de todo ello es nefasta. Porque un padre que se cree omnipotente, con derecho a hacer lo que le plazca, finalmente no consigue constituirse en pilar para el desarrollo psicológico del niño. 


Es un padre persecutorio. Un padre guiado por el afán castrador o anulador para con el hijo. Alguien que no logra sentar otras bases que las de la perpetuación de la violencia.



ELABORACIÓN VERSUS REPETICIÓN

Escapar del círculo víctima/victimario no suele resultar fácil. En algunos casos, aun cuando los primeros maltratadores (los padres) no tengan la fuerza ni el poder para ejercer la influencia perniciosa de antaño, o aun cuando dichos maltratadores hayan desaparecido de su vida, bien porque ya han fallecido o bien porque vive alejado de los mismos, puede  ocurrir, por muy sorprendente que parezca, que se prolongue la condición de víctima, entablándose una y otra vez relación con nuevos abusadores, en búsqueda permanente de castigos y humillaciones, sin sentirse el sujeto merecedor de nada bueno. 


En otros casos, puede ocurrir que, hastiado de padecer burlas, continuo sometimiento e impotencia, tal como ocurre con Kuklinski, la víctima se convierta en victimario hacia el interior de su familia y/o hacia la sociedad. 





Es lo que se conoce como identificación con el agresor (Anna Freud). En cualquiera de los casos, ya sea como víctima o como victimario, seguirá su vida atravesada por la violencia.


El hecho de que la víctima imite la conducta de quien fue su victimario tiene que ver con la necesidad de asirse a una forma de actuar que le brinde seguridad y control sobre el medio. Se ha producido una inversión de roles: de haber sido alguien dominado o maltratado ha pasado a ser un individuo dominador. Claro está que a costa de marginar y condenar al niño que fue, que porta todavía dentro de sí, huyendo de un pasado teñido de vergüenza y sufrimiento.


Surge entonces una pregunta: ¿Cómo se puede dejar de repetir las prácticas de los padres maltratadores? 


Alice Miller, dice: 


“El miedo a culpabilizar a los padres refuerza el status quo y asegura la ignorancia y la perpetuación de los malos tratos a los niños. Es necesario romper ese peligroso círculo vicioso” (Miller, 1988, p. 31). 


En opinión de la mencionada autora, el maltrato se erradica en la medida que sea desvelado, a partir de su cuestionamiento, lo que va implícito con la idea de que la víctima reconozca el dolor que los padres le infligieron. Para reconocerlos como lo que fueron (victimarios) y asumirse así por su parte como alguien completamente inocente, que   no fue culpable de ningún modo del trato recibido.




El sujeto maltratado necesita contactar con su propia historia personal, con el padecimiento que porta a causa de los padres. 


“El objetivo de la terapia es hacer hablar y sentir al niño que hay en nosotros y que un día enmudeció. Poco a poco se ha de revocar la proscripción que pesa sobre si no fue culpable de ningún modo del trato recibido.
El sujeto maltratado necesita contactar con su propia historia personal, con el padecimiento que porta a causa de los padres. 


“El objetivo de la terapia es hacer hablar y sentir al niño que hay en nosotros y que un día enmudeció. Poco a poco se ha de revocar la proscripción que pesa sobre su saber, y en el curso de ese proceso, al hacerse visibles los tormentos sufridos en el pasado y las rejas de la cárcel en la que aún se halla, el paciente ha de descubrir, a un tiempo, su propio yo y su sepultada capacidad de amar” (Ibídem, p. 211).

De entre quienes habiendo sufrido maltrato no se han convertido en victimarios ni siguen siendo víctimas, cabe pensar que se han salvado de tal destino porque en algún momento de sus vidas han podido procesar, elaborar o metabolizar (psicológicamente) el daño experimentado.



Únicamente la asunción del dolor pondría al sujeto en el camino para sanarse y relacionarse satisfactoriamente con el entorno. A partir de entonces tendrá la posibilidad de conocerse mejor, contactar con sus sentimientos y también con los sentimientos de los demás. 


Se ha de tener en cuenta que para salir del círculo víctima/victimario resulta de gran ayuda encontrar a una persona “suficientemente buena” (Winnicott) que ofrezca comprensión y empatía. 


A través de la cual poder sanar las heridas, revirtiendo el desprecio para con el otro y para con uno mismo en tolerancia y reconocimiento. 


Volviendo a Kuklinski, y tomando en consideración lo formulado por Alice Miller, ha de comentarse que si no ha podido salir nunca del círculo víctima/victimario es porque no ha tenido ocasión de afrontar (ni contener) el dolor padecido. 


Niño maltratado y humillado. Anulado, despreciado. Empujado, si no determinado, por su padre a sufrir y a hacer sufrir. En definitiva, el victimario no cesará en sus agresiones hasta que se dé cuenta del padecimiento que porta dentro de sí y que se ve en la necesidad de traspasar a otros. La insensibilidad ante los otros estaría delatando la insensibilidad ante uno mismo.


LA ACTITUD DESAFIANTE DE UN NIÑO


Con objeto de reflexionar sobre la incidencia (favorable en este caso) de la figura paterna en el destino del individuo, resulta interesante adentrarnos en el siguiente relato:


En cierta ocasión me encontraba en casa de un amigo, jugando con él al ajedrez, mientras que su hijo (de poco más de dos años y medio) estaba con nosotros, primero pendiente de la partida y, luego, correteando y jugando con distintos objetos: con una pelota grande, desmontando una matrushka, y prendiendo y apagando reiteradamente el ventilador. 


En determinado momento corrió hacia su padre, muy asustado. Había escuchado unos ruidos que le atemorizaron sobremanera; eran producto de los golpes dados por unos trabajadores que estaban revisando y reparando el material impermeabilizante del tejado. En otro momento, mientras jugaba con los distintos objetos, arrojó al suelo con fuerza y cerca de nosotros un cenicero. Mi amigo le recriminó lo realizado:


• ¡Luisito. Eso no se hace! ¡No tienes que tirar las cosas al suelo!
• ¿Por qué?
• Porque son valiosas y se rompen.



Luisito no parecía sentirse muy molesto con las palabras de autoridad de su padre, dando la impresión de que lo retaba con su actitud. De todas maneras, desistió de seguir tirando cosas al suelo. Y se calmó. 


Mi amigo y yo seguimos jugando al ajedrez, y más adelante revisamos algunos libros de su biblioteca. Finalmente regresé a mi casa.


Ese mismo día me acordé de lo ocurrido con Luisito y se lo comenté a mi esposa. Le dije que me invitaban a la reflexión dos conductas: a) La del susto provocado por los ruidos. b) Y la consistente en haber arrojado el cenicero al suelo. No recordaba qué episodio había ocurrido en primer lugar, puesto que dependiendo del orden cabrían diferentes explicaciones.


Si la primera conducta hubiera sido la del objeto arrojado al suelo y posteriormente la del susto, podríamos pensar que, aunque el niño aparentemente no se hubiera mostrado atemorizado por la recriminación de su padre, interiormente habría sentido tal nivel de angustia que, ante unos ruidos no muy fuertes, se habría sobresaltado exageradamente, como si esperara ser castigado por el hecho protagonizado poco antes. 


Por tanto, considerando esta secuencia, podría postularse que el niño asumió la culpa.




Si la secuencia fuera la inversa, esto es, que primero se hubiera presentado el susto y posteriormente la conducta de arrojar el objeto en cuestión, podríamos postular que se había activado la angustia persecutoria y que entonces Luisito habría provocado a su padre con la finalidad de comprobar si éste era realmente tan severo y punitivo como se imaginaba eran las figuras impregnadas de autoridad. Y en tanto que la recriminación recibida no fuera desmesurada, el niño se tranquilizaría e iría ganando dominio sobre sí mismo.


Días después de lo acontecido, volví a ver a mi amigo y le comenté acerca de lo observado por mí y las hipótesis en las que pensé dependiendo de cuál fuera el orden de los actos. Él me dijo que primero ocurrió el episodio del susto y posteriormente la conducta de arrojar el cenicero al suelo. 


También me dijo que su hijo lo consideraba culpable de que la próxima semana lo fueran a meter en una escuela infantil. Lo cual apunta en la dirección de la lucha mantenida por el niño frente a la autoridad y en la estrategia empleada para defenderse de lo que le resultaba temible.



REFLEXIONES FINALES

1) Las vivencias del niño dependen, en buena medida, de la respuesta ambiental, sin que esto signifique, ni mucho menos, negar lo intra psíquico. En este sentido, cuando el padre es capaz de tolerar los ataques del hijo (lo que significa no-ser-vengativo) y de renunciar a sus deseos narcisistas de moldearlo a su antojo, como si se tratara de una extensión de sí mismo, el hijo dispondrá de las condiciones necesarias para llegar a distinguir o diferenciar dos niveles: por una parte, la existencia del padre como realidad externa, y, por otra parte, el fantasma del padre (persecutorio, castrador), producto de su realidad psíquica. Distinción que denota conocimiento y re-conocimiento del otro y de uno mismo.


2) Un padre persecutorio y que se cree omni-potente, aquél que ignora sus limitaciones así como la herida de existir, hace sentir al hijo im-potente, insignificante. Y la impotencia es germen de la violencia.


3) Un padre protector es aquél que acepta a su hijo como la persona que es, como alguien singular, diferenciado, que por momentos lo va a desobedecer, contradecir y retar.

4) El niño reta y provoca al padre para que éste ponga límite a sus impulsos, pero también para saber hasta qué punto le va a responder vengativamente o no, para comprobar si es como aquél que necesita que sea (un padre protector), y no como el que teme que sea (un padre persecutorio).

5) Con un padre que es capaz de brindar contención, el niño dispondrá de condiciones favorables para ir liberándose de sus temores, mientras que si el padre es vengativo, lo más probable es que se apuntale o refuerce la angustia persecutor



NOTAS

1. Sin el concurso de los otros no hay posibilidad de relatar la historia individual, que es una historia de relaciones interpersonales que nos soportan y estructuran. Tampoco hay posibilidad de acceder a la mismidad, pues la conciencia de ser no deja de darse en un proceso de interacción social.


2. Si bien es cierto que el hecho de que el padre responda vengativamente resulta ser un acontecimiento sumamente malsano, también lo es que no responda, que abdique de la autoridad, con lo cual se deja al niño sin la presencia necesaria del antagonista, del que ocupa otro lugar, a partir del cual poder vivir y elaborar los conflictos inherentes al desarrollo y al hecho de ser hijo.


3. La información acerca de este caso está entresacada de dos entrevistas realizadas (la primera de ellas en 1992 y la segunda en 2001) por Arthur Ginsberg para el programa de televisión America Undercover, de HBO.


4. Es sabido que muchos victimarios han sido durante su infancia objeto de toda suerte de vejaciones. Otros victimarios quizá no hayan tenido padres maltratadores, pero en su fuero interno se sienten maltratados; ésa es la “realidad” que les gobierna.


5. Quien fue objeto de maltrato infantil es probable que en la adultez siga asumiendo como verdaderas las etiquetas y evaluaciones negativas con que sus padres le signaron, de tal modo que “el niño” que habita en su ser, su “niño interior”, sigue siendo maltratado y despreciado.


6. El desarrollo psicológico infantil no depende exclusivamente de factores externos, pues las fuerzas internas tienen que coadyuvar a tal fin, pero se verá favorecido en la medida que el niño sea tratado con amor y respeto por las figuras parentales.

Avances en Salud Mental Relacional / Advances in relational mental health
Vol. 6, núm. 3 – Noviembre 2007
Órgano Oficial de expresión de la Fundación OMIE
Revista Internacional On-Line / An International On-Line Journal





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