Hoy me ha dicho mi hijo que le da un poco de vergüenza llevar su móvil al viaje que va a realizar con sus compañeros del cole a Andorra. Me he quedado de piedra. Supongo que me he puesto un poco rabioso, porque no me lo esperaba. Mi hijo frecuenta la tecnología más que la media de sus compañeros – todo se pega, menos la hermosura, dicen – y por supuesto, sabe perfectamente por qué su móvil es distinto a los demás. Porque su padre, el que suscribe, tuvo la ocurrencia de comprar un móvil para su hijo idéntico al suyo, o sea, una verdadera extravagancia.
Hace ya mucho tiempo descubrí que Motorola había desarrollado un móvil, destinado en principio para su difusión en el tercer mundo por su mínimo coste de fabricación, cuya singularidad se debe a su radical simplicidad, encerrado en una carcasa delgadísima y su pantalla electroforética, o dicho de otro modo, de tinta electrónica.
Se trata de un móvil sin más pretensiones que las de servir de teléfono – curioso, ¿no? – . No tiene nada de nada, excepto las prestaciones propias de un magnífico GSM. Además tiene mensajes SMS, alarma y un dsipositivo “manos libres”. ¡Nada más! Eso sí, su pantalla es la más legible del mercado en cualquier condición de luz, tanto por el tamaño de los caracteres como por las características de la tinta electrónica que hasta la fecha sólo puede encontrarse en este móvil. Por la misma razón, su consumo de batería es mínimo. Lo triste es que las operadoras no quisieran, a quién le extraña, regalarlo en ámbitos subdesarrollados, tal como sus diseñadores pensaron. Claro, con él no hay forma de vender las ciento un chorradas de valor añadido que han hecho de los móviles un nuevo eje del consumismo vacío y de la superproducción antiecológica.
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