La mayoría de fármacos administrados a menores sólo se prueban en adultos
- No son rentables para las farmacéuticas - Europa obliga a un cambio.
Probar un nuevo medicamento en niños sanos, como sucedió hace unos meses con 400 menores españoles de entre 6 meses y 17 años como parte de los ensayos de la vacuna contra la gripe A, puede despertar recelos. Sin embargo, es la única forma de garantizar la eficacia y seguridad de estos compuestos.
Y de evitar la administración a niños de fármacos diseñados para tratar a adultos, lo que, no sólo es más cuestionable, sino, además, más frecuente de lo que sería deseable.
Por sorprendente que parezca, más del 50% de los compuestos que se prescriben a menores no han sido estudiados ni autorizados a tal efecto, según un informe de la Unión Europea.
"La falta de medicamentos concebidos y elaborados específicamente para responder a las necesidades terapéuticas de los niños es un problema de escala europea", admite el mismo documento, de finales de 2007. El New England Journal of Medicine, en un estudio publicado en 2002, elevó aún más esta tasa hasta situarla en el 70%.
Ha sido necesaria una sostenida campaña de concienciación por parte de sociedades científicas, pediatras y organizaciones internacionales, para que las administraciones afrontaran esta situación.Primero fueron los Estados Unidos y, recientemente, la Unión Europea, con una normativa que entró en vigor en enero de 2007 y que obliga a que cualquier nuevo medicamento que tenga un potencial uso en niños deba someterse a un programa de ensayos clínicos para verificar su eficacia y seguridad en la población infantil.
Pese a que dos años no es tiempo suficiente para cambiar una inercia empresarial de décadas, ya están comenzando a vislumbrarse los primeros resultados de esta medida. La cifra de ensayos clínicos pediátricos aumentó un 22% entre 2007 y 2009, frente a un 2% del total de ensayos.
Sin este impulso de la Administración, que contempla, entre otros aspectos, prórrogas en la duración de las patentes de los fármacos, hubiera sido muy difícil haber atraído la atención de la industria farmacéutica.
El pediátrico nunca ha sido un mercado especialmente rentable (con excepciones, como las vacunas o los antibióticos) y nada hacía prever que lo fuera a ser a medio plazo.
Desde luego, no ayuda a hacer atractivo el negocio de los medicamentos infantiles ni las previsiones demográficas ni las características asistenciales de los países occidentales, el lugar donde se encuentra la principal fuente de ingresos del sector.
En España, por ejemplo, el 15% de los pacientes genera el 65% del coste sanitario. Este porcentaje suele ser población mayor -en 2020 un 20% de los españoles tendrá más de 65 años- y que no padece una enfermedad, sino varias y crónicas (hipercolesterolemia, diabetes, hipertensión...).
Con este escenario encima de la mesa se explica que, de una sola familia de hipertensores pueda haber más de 20 variedades con leves diferencias, mientras existan importantes vacíos terapéuticos en menores.
El resultado es que en niños es habitual administrar medicamentos al margen de la indicación del producto, cuando esta práctica es excepcional entre la población adulta.
Lo normal es que los niños tengan enfermedades comunes de la infancia, de diagnóstico sencillo.
A todas ellas se puede hacer frente con un arsenal farmacológico amplio (antibióticos, broncodilatadores, antihistamínicos) que cuentan con altos niveles de seguridad y eficacia, ya sea por ensayos clínicos o por su uso avalado a lo largo de años.
Los problemas surgen cuando es preciso tratar a los niños de enfermedades no habituales.
Entonces se recurre a los fármacos que hay en el mercado con uso experimentado en adultos, pero no en niños, y adaptar la dosificación.
Es lo que se conoce como administración off label (uso en situaciones no contempladas en la ficha técnica o a dosis diferentes, por vías alternativas, en distinta indicación o en edad no autorizada).
Esta práctica no sólo está condicionada por el tipo de enfermedad que padezca el niño. También por su edad. Cuanto más pequeño sea, menos recursos farmacológicos específicos tendrán a su alcance los médicos, no sólo por tratarse de un mercado mucho más cerrado (y aún menos rentable), sino por la complejidad que presenta un ensayo clínico a estas edades.
El ejemplo más claro de esta situación son los prematuros: el 90% de la medicación que se les administra es fuera de indicación. Por ejemplo, el ibuprofeno.
Este compuesto suele usarse en la población adulta para combatir el dolor y las inflamaciones. Y es extraordinariamente frecuente en niños para bajar la fiebre.
Sin embargo, en los servicios de neonatología tiene unas indicaciones tan distintas como las de servir para tratar el ductus arterioso, una cardiopatía congénita relativamente común en bebés muy prematuros. Otro uso particular es el de la cafeína, que se emplea para combatir la apnea del sueño (pausas en la respiración), también en neonatos tempranos.
En este caso -como en muchos otros- convive la eficacia terapéutica con el desconocimiento de los mecanismos de acción o de absorción en los pequeños, como reconocen los especialistas.
En la cafeína, que prácticamente no se usa como fármaco en adultos, "no sabemos las vías de metabolización hepática [de los prematuros]", como reconoce Máximo Vento, del servicio de neonatología del hospital La Fe de Valencia.
Y son los centros quienes estudian la dosificación, efectos o toxicidad, como sucede con este propio hospital en un trabajo que están realizando sobre el uso del ibuprofeno.
Gracias a estos trabajos y al intercambio de información entre hospitales tanto a nivel nacional como internacional los profesionales han compartido experiencias, desarrollado protocolos de uso y aprendido a tratar a los menores.
El off label puede ser el uso de una sustancia para otras indicaciones, como los casos anteriores. Pero también en dosis diferentes de las autorizadas que no han sido estudiadas en menores.
"En ocasiones, es más alta de la que se administra a los mayores por las características fisiológicas de los niños", como señala Belén Ruiz Antorán, farmacóloga clínica del hospital Universitario Puerta de Hierro de Majadahonda y miembro de la Sociedad Española de Farmacología Clínica. En contra de lo que podría pensarse, "un niño no es un adulto en pequeño" por lo que trasladar la dosificación a los niños de forma lineal sería un error.
Para ajustar la cantidad a administrar hay que tener en cuenta aspectos como la madurez hepática (el hígado es la principal vía de entrada de sustancias).
Por eso, si la capacidad de metabolización de este órgano aún no se ha desarrollado se tendrán que administrar dosis diferentes, trasladar la dosificación de adultos a niños podría implicar un mayor riesgo de efectos no deseados o una disminución de la eficacia de los fármacos.
La adaptación de los medicamentos a los menores ha sido un recurso que ha servido para tratar y curar a cientos de miles de niños de todo el mundo.
"Está justificado por la necesidad de tratar a los niños, no había otra alternativa", comenta Belén Ruiz Antorán. Tampoco se trata de una práctica ilícita, como destaca César Hernández, subdirector general de Medicamentos de Uso Humano de la Agencia Española de Medicamentos y Productos Sanitarios (Aemps), un organismo del Ministerio de Sanidad.
"Muchos fármacos vienen de antiguo y su uso está avalado por la práctica diaria", insiste, aunque el porcentaje de medicamentos pediátricos cuya administración se practica fuera de prospecto "es más alto de lo que sería deseable".
Por muy efectivo que sea, el ajuste de la dosis carece de las mismas garantías de seguridad y eficiencia que pueda aporta un ensayo clínico, a pesar del aval que aporta los años de empirismo.
Y esta conclusión, a la que hace años llegaron pediatras, prescriptores y farmacólogos, se ha traducido en un impulso global para tratar a los niños con medicamentos probados en niños.
Los primeros en moverse fueron los estadounidenses. Primero, en 1997, con una fórmula que amplió la propiedad intelectual de las farmacéuticas que investigaran en medicamentos infantiles y que se consolidó con una ley en la que se recomendaba facilitar la investigación de una lista de medicamentos potencialmente útiles en pediatría.
En Europa, el cambio ha venido de la mano de los reglamentos 1901/2006 y 1902/2006, sobre medicamentos para uso pediátrico y que entraron en vigor en España en 2007.
Este impulso normativo tiene una doble intención.
Por un lado aumentar el número de medicamentos disponibles para niños e incrementar la información relativa al uso de estos fármacos, como apunta César Hernández, que participó en unas jornadas sobre ensayos clínicos en pediatría organizadas por el Instituto de Investigación Sanitaria La Fe de Valencia.
El instrumento para desarrollarlo son los llamados Planes de Investigación Pediátrica (PIP).
Cualquier compañía que pretenda lanzar una nueva medicación en Europa debe, desde 2007, presentar desde las primeras fases de desarrollo del compuesto un plan de ensayos en menores para ajustar la eficacia y seguridad en la población infantil.
O, si no fuera aplicable a este segmento de población (un medicamento contra el cáncer de próstata o el alzhéimer, por ejemplo) justificar la inconveniencia de desarrollar estos trabajos.
Además, se les concede un periodo de la patente de seis meses, "lo que, a pesar de parecer poco tiempo, se traduce en una importante cantidad de dinero", indica César Hernández.
En el caso de que el medicamento ya esté en el mercado y en periodo de patente, el PIP es opcional, aunque se beneficiaría también de la extensión de medio año en la propiedad intelectual.
Y si lleva tiempo en uso, el fármaco que se someta a este proceso podrá obtener una autorización expresa de uso pediátrico, lo que representa "un aval de garantía frente a otros productos que no puedan tenerlo".
Al margen de la industria farmacéutica -hacia quien se dirige fundamentalmente la regulación-, existe un movimiento de investigación independiente, integrado por sociedades científicas, fundaciones o servicios hospitalarios, que ha cubierto buena parte de las investigaciones que no eran rentables para las empresas.
Se han endurecido los procedimientos de seguridad, calidad, evaluación de la relevancia de los ensayos así como los requisitos relacionados con los seguros.
El proceso técnico y administrativo se ha complicado, lo que ha perjudicado notablemente a los investigadores independientes, que cuentan con unos medios mucho más limitados.
"No puedes pedir a un ensayo menos garantías de calidad en función de quien lo saque adelante", apunta César Hernández, "pero estamos tratando de resolver esta cuestión".
También existen controversias por la falta de criterios comunes en los distintos comités éticos hospitalarios que evalúan los ensayos clínicos en niños.
"En general, la percepción del riesgo existente en menores es superior al real, debería haber consensos nacionales que unificaran criterios", indica Belén Ruiz Antorán.
Pese a los ajustes que requiere y teniendo en cuenta que los efectos de la nueva norma no son inmediatos, algo se mueve en los ensayos pediátricos en España.
En 2007, de los 655 ensayos autorizados en España, 49 fueron pediátricos, según los datos de la Aemps.
En 2008 fueron 63 de 675. Es una proporción es aún relativamente pequeña, pero ascendente. "Y tiene que ir a más", confía César Hernández.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
DEJA TU COMENTARIO