Fueron tres semanas de desgracias en la capital. Veintiún días en que las tragedias se sucedieron: dos accidentes de avión y el incendio en Alcalá, 20.
El 17 de diciembre de 1983, cerca de 300 personas disfrutaban de la noche madrileña en la discoteca Alcalá 20. A las 4:45 de la madrugada, un incendio sembró de muerte la sala. 81 personas murieron, 49 de ellas asfixiadas, y otras 29 resultaron heridas.

La discoteca tenía licencia de funcionamiento desde 1927; primero, como Cabaret Lido; luego, como Parrilla Alcázar, y después fue el Chat Noir. Desde unos meses antes, era Alcalá 20, la última novedad para los noctámbulos.

El fuego no presentó muchas dificultades: se extinguió en una hora. El gran problema fue el humo, negro y espeso, que ahogó las gargantas y cegó los ojos de cientos de jóvenes que intentaban, frenéticamente, salir de aquella ratonera.
A Lorenzo Benito, que tenía entonces 23 años, le salvó su sangre fría. Como declaraba, «busqué la puerta de acceso a la calle tanteando con la mano en la pared. Caminaba lentamente entre pisotones, empujones y gritos».

O en las puertas del guardarropa. O intentando alcanzar la calle a través de la puerta que daba a Arlabán, cerrada con candados y tapada con cajas, según los informes de los bomberos.
Dani, «el Rubio», festejaba su despedida de soltero. Sus amigos Eugenio y Ángel estaban en el ropero recogiendo sus abrigos cuando Dani les gritó: «¡Tíos, que mañana me caso, a tomar champán todos!».
El domingo, en lugar de su boda, se celebró su entierro.
Otros cinco jóvenes encontraron su salvación casi de milagro: «Un chico que iba delante de mí cogió una barra de hierro y forzó una puerta; después tuvimos que echar abajo una segunda, y una tercera.
Ahí sentimos que entraba aire: era un respiradero, por el que pudimos salir con ayuda de la Policía Municipal», explicó Joaquín Mora.
En la calle, policías, empleados y supervivientes contemplaban horrorizados cómo cada dos o tres minutos los bomberos sacaban a la calle un nuevo cadáver. «Tibi», el portero de la discoteca, lloraba ante el alcalde, Enrique Tierno, y le pedía que se dieran más prisa en el rescate.
Uno de los propietarios de la discoteca, Juan Antonio Iglesias, se enteró del suceso en un taxi entre Murcia y Cartagena: el conductor le dijo: «¿Viene usted de Madrid? Hay que ver las desgracias que están pasando allí; primero los aviones, y hoy la sala de fiestas…».
En el Anatómico Forense, a las doce del mediodía, una enfermera de pelo canoso leía la primera lista de fallecidos.
Una semana después del siniestro, se encontraron dos cuerpos: los de Valeriano y César Augusto, que habían caído por el hueco del montacargas, y a quienes sus familias buscaron desesperadas desde el día del incendio.
El juicio por este caso no se celebró hasta 10 años después. Su sentencia dictó penas de cárcel para los cuatro copropietarios del local, el autor de la instalación eléctrica y el inspector del Ministerio de Interior por delitos de imprudencia temeraria.
El traslado de heridos y fallecidos se hizo en ambulancias y vehículos policiales
El por entonces alcalde de la capital, Enrique Tierno Galván, se lamentó de la mala racha que sufría Madrid en apenas tres semanas: el 27 de noviembre, el accidente de avión de la compañía Avianca se saldaba con 181 muertos; sólo diez días después, 93 personas fallecían en otro siniestro aéreo, el choque entre dos aviones, también en Barajas, de Iberia y Aviaco, y, la madrugada del 17 de diciembre, los 81 fallecidos en Alcalá, 20.
En total, más de 300 muertos en 20 días.
No era para menos la consternación de Tierno, quien, en una visita a las víctimas de la discoteca en el Hospital Clínico, afirmaba: «Es una cosa horrible lo que he podido ver con mis propios ojos.
Estos días estamos asistiendo a tragedia tras tragedia. Es trágico, trágico. Tremendo. Quiero que se termine pronto este año, a ver si se va esta mala racha para España».
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