La zona Histórica: INAUGURACIÓN DE LA GUILLOTINA

La guillotina pasó por su primera prueba de calidad en Francia en la mañana del 15 de abril de 1772.
A las 10 de la mañana, el mortal instrumento fue montado en el patio del hospicio Bicêtre en París, transformado en cárcel para los enemigos de la Revolución Francesa. En aquella oportunidad, en lugar de ovejas vivas, los conejillos de Indias serían cadáveres humanos.
La pesada y afilada lámina separó, cada vez, cabeza y tronco de tres difuntos, comprobando su eficacia ante una platea de notables de la Asamblea Nacional.
Desde las ventanas de sus celdas, curiosos prisioneros también presenciaron la inusitada exhibición: "Es el famoso proyecto de igualdad, todo el mundo morirá de la misma forma", dijo uno de ellos, según las crónicas de la época. "Es la nivelación", agregó otro.
Entusiasmado, el verdugo Charles-Henri Sanson, habituado a ejecuciones mucho más penosas, exclamó: "¡Lindo invento! ¡Ojalá que no se abuse de su facilidad!".
La predicción del verdugo, infelizmente, iba a confirmarse. La primera ejecución pública con el uso de la guillotina tuvo lugar diez días después, el miércoles 25 de abril, la misma fecha en que Rouget de Lisle interpretaba, en Estrasburgo, el Chant de guerre pour l'armée du Rhin, más tarde rebautizada como La Marsellesa, que se convertiría en el himno nacional francés.
El primer guillotinado de la historia fue el ladrón Nicolas-Jacques Pelletier, por robo y asesinato con arma blanca.
Al día siguiente, el diario La Chronique de Paris imprimió su veredicto sobre la nueva máquina: "No mancha la mano de un hombre por la muerte de su semejante, y la prontitud con que abate al culpable está más de acuerdo con el espíritu de la ley, que muchas veces puede ser severa, pero que jamás debe ser cruel".
En poco tiempo, 50 guillotinas instaladas en los 83 departamentos franceses funcionaban hasta seis horas por día.
A principios de 1794, tan solo en París, cerca de 20.000 condenados fueron decapitados, entre ellos, el líder revolucionario Danton. Durante la proclamación del Reinado del Terror, punto culminante del período represivo de la Revolución Francesa, el Tribunal Revolucionario realizó 1.376 ejecuciones.
Ironías de la historia, el propio rey Luis XVI ignoraba cuando sancionó la ley instituyendo el uso de la guillotina en el país el 25 de marzo de 1792, que en menos de un año también iba a ser una de sus víctimas.
No faltaron intentos de crear variaciones del invento para vendérselas al Estado, como el caso de una ingeniosa y fracasada guillotina aparentemente capaz de cortar nueve cabezas de una sola vez.
El "mecanismo sepulcral", definido así por Chateaubriand, se convierte entonces en un artículo de moda, reproducido, en modelo reducido, en madera o marfil, y adornado con detalles de oro y plata.
En París se vendían miniaturas realizadas en madera de caoba en el Palais-Royal, cuyo nombre cambió a Palais-Egalité. Los niños recibían guillotinas de juguete como regalo.
Los revolucionarios pasaron a adoptarla como sello, mientras los aristócratas se divertían con pequeñas guillotinas usadas para decapitar muñecos disfrazados de Danton o Robespierre.
Sin embargo, en el origen del macabro instrumento están los nobles sentimientos del diputado y médico Joseph-Ignace Guillotin.
Horrorizado por el destino reservado a los condenados a muerte en esa época, el humanitario médico abocó su pensamiento a idear cómo reducir o eliminar los sufrimientos de las víctimas.
Es lo que busca probar el historiador Henri Pigaillem en su biografía sobre el Dr. Guillotin, Le Docteur Guillotin (ed. Pygmalion), que lleva como subtítulo benefactor de la humanidad.
Hasta los 25 años, el joven Joseph-Ignace siguió la tradición familiar y la voluntad de su padre y cursó teología en la Compañía de Jesús, fundada por Ignacio de Loyola en Bordeaux.
No obstante, a principios de 1763 abandonó los estudios religiosos para desarrollar su verdadera vocación: la medicina.
Guillotin estaba fascinado por los descubrimientos científicos, y principalmente por los progresos del "arte de curar".
Durante cuatro años estudió en la facultad de medicina de la ciudad de Reims, conocida por el desarrollo de técnicas innovadoras en cirugía y anatomía.
Al mismo tiempo, trabajó como ayudante en hospicios, establecimientos que acogían niños abandonados, ancianos, indigentes y deficientes mentales.
Completó su formación con cinco años de estudio en la prestigiosa facultad de medicina de París.
Cubierto de títulos, se transformó en profesor universitario y, a partir de 1771, en uno de los médicos de mejor reputación de la capital.
Cobraba caro las consultas en su consultorio de la Rue de la Bûcherie, pero fiel a sus preceptos humanitarios, atendía gratuitamente a los pobres en la parroquia de Saint-Séverin.
En 1788, un año antes de la Revolución Francesa, Luis XVI había suprimido la llamada "tortura previa", utilizada para obtener confesiones o denuncias de los acusados, pero mantuvo las penas desiguales para delitos de la misma naturaleza.
Un noble podía escoger entre la muerte bajo la espada o el hacha. Pero el ciudadano común agonizaba en una rueda y, luego de ser "quebrado vivo", moría en la horca o descuartizado.
El falsificador de monedas era arrojado a una caldera hirviente y el hereje, quemado vivo en la hoguera.
En octubre de 1789, durante los debates sobre la reforma del código penal en la Asamblea Nacional, el Dr. Guillotin presentó una serie de escritos filantrópicos en busca de la igualdad de los hombres ante la ley.
En el primero de ellos, proponía que todos los delitos del mismo género fueran castigados con la misma pena, sin importar la posición social del culpado.
En el último escrito estipulaba para los casos de pena de muerte, un solo suplicio para todos los condenados: la decapitación, "practicada a través de un simple mecanismo".
Los diputados se rieron de sus propuestas. Muchos de ellos mal sabían que, más tarde, probarían ellos mismos la hoja del fatal instrumento. Si bien contó con el apoyo del médico y filósofo George Cabanis, los argumentos del médico no convencieron al plenario y se pospuso la discusión.
Indignado por la barbarie de las ejecuciones, el Dr. Guillotin no renunció a su misión de acabar con el sufrimiento y con el triste espectáculo de los cuerpos torturados en la plaza pública.
Al año siguiente, el 21 de enero de 1790, al volver a defender en el recinto su proyecto, expresó: "Señores, con mi máquina les arrancaré la cabeza en un abrir y cerrar de ojos, y ustedes no sufrirán. El mecanismo cae como un rayo, la cabeza vuela, la sangre corre, y el hombre ya no existe".
El diario Le Moniteur tomó partido por Guillotin: "La innovación de utilizar la mecánica en lugar de un ejecutor que, como la ley, separa la sentencia del juez, es digna de los siglos que vamos a vivir y del nuevo orden en que estamos entrando", vaticinó.
El 3 de mayo de 1791 el diputado Louis Michel Le Peletier, redactor de la Comisión de Legislación Penal, va incluso más allá al pedir a la Asamblea Constituyente la abolición pura y simple de la pena de muerte. "¡No es en el siglo XVIII cuando debemos consagrar un error de los siglos precedentes!" exclamó.
El grupo de los abolicionistas, sin embargo, verá su propuesta rechazada por amplia mayoría.
Pero en las huellas de esa derrota prospera el debate sobre cómo convertir la pena de muerte en menos sufrible y triunfa la idea de que "a todos los condenados a muerte se les cortará la cabeza".
Pigaillem muestra que el "simple mecanismo" ya existía y fue apenas perfeccionado por Guillotin.
Su primera inspiración habría surgido al contemplar un grabado del siglo XVI del alemán Albrecht Dürer, en la cual el dictador romano Tito Manlio decapita a su propio hijo con un aparato semejante a una guillotina.
Otras obras, entre ellas un grabado de 1555 del italiano Achille Bocchi, también representaban instrumentos similares.
En la Edad Media funcionaron aparatos "corta-cabezas" en Alemania, denominados Diele. A partir del siglo XVI surgen máquinas más perfeccionadas, con los nombres de Halifax-Gibet (Inglaterra) y Maiden (Escocia), que darán origen a la guillotina francesa.
Diversos testimonios de la época revelan, por lo tanto, que la guillotina no fue totalmente invención del Dr. Guillotin y tampoco una creación de la Revolución.
Aún cuando participó del boceto del primer croquis, Guillotin no acompañó la construcción propiamente dicha de la máquina que lleva su nombre.
La prensa francesa de la época no ahorró críticas al médico y se encargó de bautizar al instrumento de muerte como "guillotina" incluso antes de su adopción oficial. Guillotin, sin embargo, se felicitaba por haber eliminado el dolor del suplicio y creado la igualdad ante la muerte.
Definido como un hombre laborioso, austero, tímido, devoto, casto y honesto, defensor de la precisión de la formación y de la práctica de la medicina, el Dr. Guillotin falleció a los 76 años víctima de la indiferencia general y del disgusto por el uso abusivo de su creación.
"Quiso terminar con el sufrimiento de los condenados a muerte y jamás imaginó que quedaría ante los ojos del pueblo como un sádico criminal en lugar de un benefactor de la humanidad.
Víctima de la opinión pública, quedó convertido para siempre en el patrono de esta horrible máquina", escribe Pigaillem.
En la lectura del panegírico fúnebre, su amigo el médico Edmond-Claude Bourru destacó: "Infelizmente para nuestro colega, su moción filantrópica dio lugar a un instrumento al que el pueblo apodó con su nombre: prueba de que es difícil hacer el bien a los hombres sin que eso resulte en algún disgusto personal".
Así se expresan los versos populares de la época: "Ô toi charmante guillotine/ Tu raccourcis reines et rois./ Par ton affluence divine/ Nous avons reconquis nos droits" (¡Oh, celeste guillotina! Tú menguas reinas y reyes.
Por tu divina influencia hemos nuestros derechos reconquistado.).
La filantropía, como se ve, puede transformarse en un deporte peligroso. Como escribió Víctor Hugo en El último día de un condenado (1829): "Que se cuiden los criminalistas más obstinados, desde hace un siglo la pena de muerte se debilita. Ella se hace casi suave. Señal de decrepitud. Señal de debilidad. Señal de muerte próxima. La tortura desapareció.
La rueda desapareció. La horca desapareció. ¡Qué extraño! la mismísima guillotina es un progreso. El señor Guillotin era un filántropo".
El fin de la guillotina y de la pena de muerte en Francia
"¿Ustedes van a cortar a este hombre vivo en dos?".
Con la voz grave y elocuente, con el índice señalando uno tras otro a la cara de cada uno de los jurados, Robert Badinter buscaba salvar la vida de su cliente, Patrick Henry, de 23 años, condenado por el secuestro y asesinato de un niño de 8 años.
En su último intento de salvar al reo de la pena capital, en aquel enero de 1977, el abogado defensor agregó: "Llegará el día en que la pena de muerte sea abolida, y entonces ustedes dirán a sus hijos que mataron a un hombre.
Y ustedes verán la mirada de ellos". El discurso surtió efecto: a pesar de las presiones en las calles, el acusado escapó de la guillotina y fue condenado a prisión perpetua.
Años más tarde, el 9 de octubre de 1981, el Journal officiel de la République française publicaba el decreto de abolición de la pena de muerte en Francia, firmado por el entonces presidente François Mitterrand.
Una victoria de su ministro de Justicia, quien había llegado al cargo cuatro meses antes: Robert Badinter. La cruzada, finalmente, había terminado.
Antes de entrar a la historia como el hombre que extinguió la pena de muerte en el país de la guillotina, Robert Badinter sintió el gusto amargo de la sentencia.
En junio de 1972, todo su esfuerzo para evitar la ejecución de Roger Bontems, condenado por el delito de asesinato, fue inútil. Después de la negativa al indulto presidencial por parte de Georges Pompidou, Badinter acompañó, en la madrugada marcada, al desilusionado prisionero hasta su altar de muerte.
Allí presenció cómo el verdugo soltó la pesada hoja diseñada para separar cabeza y tronco en un segundo.
"Después de aquel día nunca más fui el mismo. Por sobre todo, nunca más encaré la Justicia de la misma forma", dijo.
Después de aquel día, eligió su enemigo número uno: la pena de muerte. Para combatirla, hizo uso del arma en la cual demuestra solvencia perfecta: la palabra.
En los meses siguientes a la derrota que le fue infligida en el tribunal, Badinter derramó en 230 páginas un relato solitario, crudo y humano de su profunda perturbación contra el veredicto fatal.
El resultado fue el libro L'Exécution. Era apenas el comienzo, como le había vaticinado el cardenal Lustiger, arzobispo de París.
"En el futuro, cuando la abolición de la pena de muerte impida la ejecución del autor de un delito abominable, será usted quien, en el inconsciente colectivo, tomará el lugar del asesino".
Como ministro, Robert Badinter recibió montañas de cartas de amenazas de muerte a su familia. Ante su casa, presenció manifestaciones pidiendo su renuncia. Pero nunca capituló.


Ejecutados en la Guillotina

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